Viernes de toros

Colectivo Cuenteros
10 min readJul 5, 2021

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de Carolina Peña

En un verde prado
de rosas e flores,
guardando ganado
con otros pastores,
la vi tan graciosa,
que apenas creyera
que fuese vaquera
de la Finojosa.

Serranilla VII del marqués de Santillana

A sus ochenta y dos años, un viernes que se parecía a tantos, doña Rosita despertó inquieta. Desabotonó su camisón a la altura del pecho como para que aflorara una decisión. Hubiera querido confesar a sus compañeras en la residencia, que se había soñado como una briosa novilla retozando en el prado.

Los engranajes que hacían arrancar las actividades en la Residencia para Ancianos Isabel La Católica, se movían con pulcro amodorramiento.
En la ronda de toma de presión de esa mañana, la enfermera Caridad notó que la de Rosita estaba alta: el tensiómetro marcaba 145–90.

— Doña Rosita: ¿Cómo está hoy su corazón? — Rosita se acomodó el aparato auditivo que intermitente, aullaba desde su oreja al mundo.

Un gesto de dolor en el corazón relampagueó en su cara.

— Ay, Caridad, pasé la noche sin dormir; pero estoy bien. Me tomaré el medicamento para la presión.

— Recuerde traer siempre las pastillas sublinguales a la mano. En una emergencia, hay que tomarlas. — La enfermera bajó la cabeza para mirar a doña Rosita por encima de sus lentes — . Ya sabe que una subida de presión nos puede dar un buen susto.

Ese viernes, durante el desayuno, doña Rosita fue especialmente cariñosa con su marido. Al terminar, se separó de él para visitar a la Virgen de la Macarena en la capilla. Brotaron flacos ríos de sus ojos, que apresuró a secar con uno de sus exquisitos pañuelos bordados. En medio de una secreta conversación con la Inmaculada, con rosario en mano, sonó el celular en la bolsa de su saco.

— Bien hijita. Te esperaré en la puerta… Y que la Virgen Santa me ayude — dijo mientras, sudorosa, se persignaba. Colgó y guardó el celular de nuevo en el bolsillo de su saco; por instinto, sus dedos tocaron las pastillas.

Su llegada a la residencia tres años atrás era bien recordada. Ella, un par de pasos atrás de don Cástulo. Él, con parche pirata. Luego se supo que lo portaba desde décadas antes; decisión tomada tras batallar con prótesis que pretendían sustituir el ojo perdido en un accidente infantil. Don Cástulo se presentó en la recepción hablando casi a gritos. — ¿Por qué no está el administrador para recibirnos? ¿Y el doctor? ¿Dónde está el doctor de guardia? ¿Quién nos va a atender?

Mientras alzaba la voz, su ojo derecho se movía en paralelo al dedo índice de la mano derecha. Ojo y mano se coordinaban como si dependieran de hilos jalados por un titiritero invisible. Mientras tanto, doña Rosita parecía buscar con su mirada una rendija en el suelo para escurrirse.

A doña Rosita, los años de casada se le pasaron sin el pesar de no ser mamá, pues entre el carácter absorbente de su marido y el cariño de Lola, su única sobrina, apenas había tenido tiempo de pensar en sí misma.

En los años antes de entrar a la residencia, Rosita estaba dejando de entender el mundo en el que vivían. Cástulo dejó de comprar el periódico porque había muerto el marchante del estanquillo de siempre; a doña Rosita, un día le cerraron el salón de belleza al que había acudido desde soltera, porque a nadie sino a ella, le hacía falta que la peinaran con crepé y capas gruesas de laca. Rosa escuchaba a Lolita, ocasionalmente, soltar alguna frase como: ya va siendo hora que vengan a vivir conmigo. Como respuesta, Rosita callaba y don Cástulo movía el ojo de arriba a abajo.

Doña Rosita percibía cómo ella y su marido se acercaban a ese pantano en el que se hunden los cuerpos añosos. Fue una tarde después del cine, caminando tranquilamente acompañados por su sobrina, cuando se enfrentaron don Cástulo y Lola, sin que doña Rosita pudiera atenuar el nivel de enojo. Lola aprovechó, una vez más para insistir que ya era hora de que se mudasen a vivir con ella.

— Y… además, si vivieran conmigo, me ayudarían a pagar la renta — . En esa fracción de segundo explotó don Cástulo.

— ¡Faltaba más! Si no tienes dinero, es tu problema. Nos quieres mucho, ¿o quieres nuestro dinero? Ahora resulta… Arrimados con la sobrina porque ella no tiene dinero ¿Quienes son los arrimados? ¡Nunca! Que te quede claro, Lola. — Volteó dirigiendo su único ojo a doña Rosita para darle instrucciones, ignorando la presencia de la joven — . Dile a Lola que nuestros recursos son para nosotros. No quiero volver a poner un pié en su casa. Es más, tú la querras mucho, pero yo con ella, no tengo parentesco alguno… ¡Y aunque lo tuviera!

Los humores tardaron en calmarse, más a partir de esa explosión, la relación entre tío y sobrina fue distante. No pasó mucho tiempo para que la pareja recorriera varias residencias de ancianos. Llegado el momento, eligieron el asilo privado Isabel la Católica por ser una institución que, además de ser compatible con la religión que profesaban, operaba con accesibles aportaciones mensuales de los residentes.

Al internarse, ambos sabían que dormirían separados. Los estatutos de la casa hogar eran estrictos a ese respecto. Juntos todo el día, separados de noche. La residencia funcionaba tal como lo habían previsto: modesta pero eficiente. Por las noches, doña Rosita, amiguera por naturaleza, apenas extrañó a su marido. Compartía habitación con Pera y Tata, dos extrovertidas solteronas quienes pasaban el día tejiendo y hablando; pronto disfrutó de su amistad.

En cambio, doña Rosita notó que su marido apenas cruzaba palabra con los compañeros de habitación. Le entristecía imaginar cómo serían las noches de don Cástulo sin poder decirle: “Rosa, despierta, no puedo dormir”. “Rosa, acércate, que te abrazo”. Por boca de un enfermero llegó a saber que cada noche, con la luz apagada, cuidándose de que sus compañeros de habitación no lo escuchasen, en voz casi inaudible, don Cástulo rezaba: cómo te extraño a mi lado, Rosa Preciosa.

Las reglas de salida para los internos eran flexibles. Se les permitía dejar la residencia siempre y cuando se notificara previamente a la trabajadora social. Desde su ingreso, cada semana doña Rosita pasaba la noche del viernes con su sobrina Lola. Y aunque don Cástulo estaba invitado, fiel a su palabra, nunca volvió a visitarla… por mucho que hubiera deseado pasar una noche a la semana abrazado a su mujer.

— Doña Rosita — comentó Caridad — , otra vez la presión alta. ¿Algo le inquieta?

La razón del desasosiego había llegado meses atrás; para ser precisos, en la clase de zumba. Inscritos constaban tres varones y once damas. Era una actividad diaria programada al medio día. Cuando doña Rosita empezó, José Linares era ya el mejor bailarín. En poco tiempo, ella se convirtió en la alumna más entusiasta.

El día de su primera clase de zumba doña Rosita estrenó ropa deportiva. Era la primera vez que se atrevía a usar pants y tenis. Se sintió insegura cuando se miró al espejo. Al entrar al comedor donde se estaba sirviendo el desayuno, como era costumbre, encontró lugar al lado de su marido. Al verla, don Cástulo la revisó; se inclinó hacia el oído de su esposa con mejor audición, y le dijo:

— No estoy de acuerdo en que tomes esa clase. ¿Por qué mejor no tejes como las cotorronas, tus compañeras de habitación?
— Aquí, tú no me puedes dar órdenes. Además, no permito que les digas así a mis amigas.

A doña Rosita se le notaba distinta. No solo porque en vez de mocasines empezó a calzar tenis; o porque sus discretos vestidos camiseros fueron reemplazados por ropa deportiva prudentemente ceñida al cuerpo, había algo más. Los residentes y el personal a cargo lo olían. Rosa florecía día a día. Su marido, con su único ojo, entrevió esa difuminada transformación en su esposa, pero no terminaba de enfocar.

A pesar de sufrir diabetes acentuada, José Linares era un hombre ágil, pecho al frente. Con porte de torero, daba paseillos por todos lados. Tenía la estampa de haber sido un hombre apuesto. Pera y Tata cariñosamente lo habían apodado “Joselillo”.

Aunque Tata y Pera sospechaban que en el corazón de su amiga se gestaba un secreto, Lola fue la única confidente y testigo de su resucitar. Un viernes, en la visita familiar, doña Rosita se atrevió a confesarle a su sobrina que, como pareja de baile de José Linares, se sentía realmente viva. Le reveló que Joselillo le murmuraba piropos al oído, y que se los aprendía como si fueran una canción para luego recordarlos en la noche; y que le venían pensamientos que no la dejaban dormir. Visiones de vaquillas y novillos revolcándose. Lolita la escuchó maravillada.

Joselillo entraba y salía de la residencia con una periodicidad caprichosa. A veces se ausentaba una semana o dos, otras hasta un mes. Se decía que sus amigos en el mundillo taurino lo invitaban a pasar con ellos largas temporadas. Además, tenía un coche propio en el que se trasladaba a su antojo, cuestión que despertaba celos entre los compañeros ancianos.

Aparte de las clases de zumba y de los dormitorios separados, doña Rosita y don Cástulo pasaban juntos todo el tiempo que se les permitía. Se les veía comulgando en la misa de los domingos y paseando por los jardines. En el salón de televisión, don Cástulo solía sentarse al lado de su esposa tomándole la mano con devoción. A diario, aún en invierno, se las ingeniaba para encontrar una flor en el jardín que ofrecía a su esposa. En los últimos tiempos, doña Rosita había tomado por costumbre insertar, sobre su cabello a la manera de las manolas madrileñas, la flor que le obsequiaba su marido. A veces, en el salón de estar, se le veía a Joselillo lanzar a su compañera de baile alguna mirada que traspasaba el salón como una montera lanzada al ruedo. En esos momentos, doña Rosita se mostraba ausente, ignorando totalmente la presencia de José Linares. El único testigo de tales faenas era el ojo — no tan contento — de don Cástulo.

Ese viernes por la mañana, don Cástulo cuestionó a su esposa por usar un vestido tan llamativamente moteado.

— Me lo regaló Lola en mi último cumpleaños. Ni modo que no me lo ponga; por lo menos hoy, que me toca visitar a la familia.

— Y porque te regalan un vestido cursi, ¿tú te lo pones? Pues allá tú. Ese vestido te queda fatal — dijo mientras le daba la espalda.

A Rosa se le quedó la frase pegada… “ese vestido te queda fatal”. Se sentía incómoda. Fatal. Esa palabra aún retumbaba en sus oídos cuando le avisaron que su sobrina estaba esperándola en la entrada de la residencia. Con el corazón desbordado, Doña Rosa otra vez verificó que las pastillas de emergencia estuvieran al alcance de su mano. Lolita acomodó la ya tan conocida pequeña maleta dorada con ruedas de su tía en la cajuela, y la ayudó a subir.

Doño Rosita se puso nerviosa cuando constató que Lola conducía hacia el hotel en donde habían pactado encontrarse con Joselillo. Notó que para distraerla, Lola comentaba sobre cómo la temporada de lluvias había espantado el calor, hasta que llegó el momento en el que doña Rosita, con un suspiro la interrumpió diciendo:

— Hija, detente. No puedo seguir con esta locura, me está subiendo la presión. — Doña Rosita notó que Lola bajó la velocidad del coche abruptamente para estacionarse. Tal vez Lola le dijo muchas cosas a su tía, pero doña Rosita solo recordó: “Tía, nada cuesta llegar y verlo”. “Dese esta oportunidad”. “Por lo menos, vayamos a la cita”.

Cuando llegaron al restaurante del hotel encontraron a Joselillo portando un ajustado traje oscuro, y en el ojal, una discreta rosa. Él las esperaba como un ansioso novillero antes de su debut.

— Te ves espléndida en ese vestido — dijo besándola en la mejilla.
A doña Rosa se le subieron los colores. Sonriendo tímidamente contestó:

— Estoy muy nerviosa.

— Querida, estamos igual.

— Hija — doña Rosita tomó del brazo a su sobrina para alejarse ambas a unos metros de Joselillo. Muy quedo le dijo — : Ya lo decidí. — Sacó su pañuelo bordado para frotarse la frente, esta vez, el pañuelo olía a perfume — . Dios no castiga el pecado: Dios castiga el escándalo. — Lola sonrió.

En ese momento vieron a Joselillo regresar. Ella dio un par de pasos para ponerse a su lado, esta vez, alejándose de su sobrina. Él tomó la mano de doña Rosita para besarla y luego, la entrelazo con delicadeza sobre su brazo. Entre suspiros se le escuchó decir:

—Preciosa Rosa.

Paso seguido, José Linares, muy dueño de la plaza, pidió al botones que se hiciera cargo de la pequeña maleta dorada y de la de él. Lola los vio alejarse abrazados hasta que desaparecieron en el elevador.

Esa noche de viernes, fue la primera de muchas que doña Rosita hizo realidad sus fantasías de salvaje novilla. Mas no pudo evitar que en sus sueños apareciera, mirándola desde lejos un toro enamorado y tuerto.

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