Pozole para Roberto
de Ainda Dobarro
Los rótulos en las puertas decían “Forraje”. La camioneta se desplazaba con rapidez por la terracería y con cada brinco nos hacía rebotar en nuestro sitio, sobre todo a las que viajábamos en la batea, entre los montones de alfalfa.
—¿Qué le pasa a Vicenta? —me quejé con mi compañera— . Maneja como si trajera chivas.
—Tiene prisa —dijo Carmen sin inmutarse, concentrada en guardar el equilibrio— , quiere cruzar la zona más peligrosa antes de que amanezca.
Continuamos en silencio, mirando el camino apenas iluminado por los faros traseros, a través de la tierra que levantaba el vehículo. Después de un rato pregunté:
—¿Has pensado en lo que te dije?
Ella permaneció callada. Se amarró el pelo alborotado por el viento.
—Sería algo simbólico —insistí— . Y hasta catártico.
—Ay Dios, Karlita. Yo ni sé qué es eso.
—Algo que podría ayudar con ese sentimiento que te hace tanto daño. Una especie de purificación, no sé, de purga.
—No seas ingenua. No hay purga en el mundo que ayude con esto.
No tenía forma de objetar esa respuesta, pero traté de explicarme.
—Bueno, no digo que te lo quite, pero otras compañeras coinciden en que sería una manera diferente de recordar, que tendría una connotación más…
—Tú y tus palabras raras —me interrumpió y volteó la cabeza con un gesto que interpreté como la conclusión del asunto. Se tapó con el rebozo y se cubrió media cara, solo dejó al descubierto sus ojos achinados. Luego estiró las piernas hasta empujar con las botas el costal de herramientas que estaba frente a ella. Le pregunté si faltaría mucho y después de ver su celular calculó una hora más. Pasamos otro rato sin hablar y después dijo:
—Mira, sí lo pensé, pero la verdad es que no me atrevo.
Me quité el gorro de la sudadera como si fuera un estorbo para entender, y abrí la boca en un gesto exagerado de sorpresa.
—¿Qué? Tú eres la persona más valiente que conozco. Te enfrentas…
—Es diferente.
—¿Qué lo hace tan difícil?
Se quedó pensativa un momento y contestó:
—El olor.
Vicenta orilló la camioneta, apagó el motor y se bajó al mismo tiempo que una señora y una joven que viajaban en el asiento trasero. Ellas caminaron hacia atrás de los matorrales y Vicenta se acercó a nosotras.
—Estas morras —dijo—, que van a hacer del baño. Según que tomaron demasiado café.
—Café — repitió Carmen — . Son puros nervios.
—Es su primera vez, Carmencita.
—Sí, ya sé. Oiga, Chenta, ¿y tiene algún reporte del camino?
—Pues parece que todo despejado. — Vicenta se acomodó el sombrero de palma — . Usted no se me preocupe. Presiento que hoy todo va a salir bien, verá. Esta camionetita nos hace pasar disimuladas.
—Ay sí, ojalá. Además, ¿qué puede salir peor de lo que ya salió? — preguntó Carmen casi en un suspiro.
—No se crea, doña. Todavía podemos ir a dar todos al hoyo.
Carmen le dio la razón y pidió disculpas. Yo había aprovechado la pausa para tomar unas fotos del horizonte enrojecido por el amanecer y me enfoqué después en la imagen de la mano de Carmen, pequeña y con las uñas pintadas, entre las manos grandes y toscas de Vicenta.
—Ora, ¿quién le dio permiso? Yo no sé pa qué traen estas periodistas, doña Carmen —dijo Vicenta en voz baja, pero con el volumen suficiente para que yo la escuchara.
—Es importante que vengan de fuera para que todo el mundo se entere, Chenta. Y tiene que ser alguien que no se cague del miedo ni se vomite al primer hedor.
Cuando la señora y su hija regresaron, nos volvimos a poner en marcha. Me recargué en las pacas de alfalfa, con las piernas cruzadas, aunque a cada rato debía reacomodarme por los tumbos que nos hacía dar la camioneta.
—Volviendo a la idea, Carmen, se supone que eso huela rico, ¿no?, y te traiga bonitos recuerdos, y que le guste a tus otros hijos, y…
—Sí, pues. Pero en cuanto empiezo, se hace una vibra bien rara. Siento como si Roberto anduviera por ahí, igualito que cuando llegaba todo apestoso después del fut, y me decía: ándele amá, apúrele con ese pozole, que vengo muerto de hambre. —Carmen bajó la mirada—. Entonces ya no me huele a ajo y a chile, sino a él. Y no lo soporto. Me paraliza y tú sabes que no puedo darme ese lujo.
El sol ya iluminaba la cadena de cerros que rodea el valle desértico, cuando Vicenta bajó de golpe la velocidad.
—Agáchate —me ordenó Carmen. Luego, apenas asomando la cabeza entre las redilas, vimos una pick up de llantas anchas y vidrios polarizados que pasó en sentido contrario al nuestro. Traían la música a todo volumen, y los pasajeros coreaban a la banda: “…Van y hacen pedazos a gente a balazos… Ráfagas continuas que no se terminan… Cuchillo afilado, cuerno atravesado… Para degollaaar…”.
Nos dejaron envueltas en un nubarrón de polvo y entre los tamborazos se oyeron tres tiros que echaron al aire.
—Hijos de la chingada —dijo Carmen en voz baja pero contundente—. ¿Viste a los de atrás? Son unos mocosos.
Apenas asentí con la cabeza, estaba muda. Cuando la camioneta se perdió de vista y mi corazón por fin se desaceleró, volví a ponerme la gorra y me senté junto a Carmen. Íbamos por unas veredas cada vez más angostas y alejadas del camino. Pregunté cómo sabían a dónde ir y Carmen sacó de su mochila un pedazo de papel de estraza con instrucciones escritas a lápiz que mencionaban la orientación, las últimas rancherías, el cruce de caminos y la descripción del terreno: “ay alambre d puas, y un sonpancle en medio y al fondo un depocito de agua que ya sta seco”. Y abajo: “perdon, es k no me kedo diotra”. No era la primera vez que Carmen recibía pitazos de este tipo. A veces eran despistes, otras, arrepentimientos.
—¿Ves lo que te digo? —Me hablaba, pero no me veía a mí—. Con esos cabrones por ahí, pues yo no me veo con mis cazuelas, haciendo la comidita que le gustaba a Roberto. Es más, ¿cómo te explico? Cualquier cosa rica o placentera me hace sentir mal, como…
—¿Culpable?
—Sí. Culpable.
Me quedé mirando a Carmen, sus ojos empequeñecidos por un llanto inacabable. No quise ahondar en su llaga, pero estaba segura de que esa causa tan cruda, tan jodidamente horrible, necesitaba otras miradas. Así que, a riesgo de pasar por necia, hice mi último intento.
—Si dices que no, pues no. Pero creemos que el recetario sería un homenaje para los que no están y una manera de dar a conocer a los que sí, a los que siguen aquí.
—No te hagas. Me chismearon que ya hasta tiene nombre.
—Recetario para la memoria — dije entre risas nerviosas — . Bonito, ¿no? Podríamos venderlo para ayudar al colectivo. ¿Lo volverás a pensar?
—Está bien, pues. Pero ahorita ponte a hacer tu chamba — dijo en el tono imperativo que le sale cuando dirige un rastreo.
Vicenta se estacionó cerca del campo rodeado de alambre, con el árbol de flores anaranjadas en el centro. Las seis mujeres hicieron un círculo tomadas de los hombros y algunas rezaron. Carmen no. Se pusieron gorras, guantes y cubrebocas; cargando palas y picos avanzaron en busca de tierra suelta, de basura, de ceniza. Carmen se dirigió a donde el mapa marcaba las cruces, y hundió varias veces la varilla hasta que salió un tufo a podrido.
—Aquí muchachas — Señaló con su pequeño dedo de uña azul. Después, mirando a la cámara siguió — : no importa si hallamos un panteón o una falange, para nosotras es un tesoro.