Mala señal
de Ainda Dobarro
Otra vez en casa de la abuela. A pesar de mis súplicas, mi llanto desconsolado y mis mejores intentos:
—Mamita linda, papito…
—No está a discusión, es solo el fin de semana y tú eres una niña valiente.
—Pero, mami…
—Se quedan con la abuela y se acabó. Te prometo un regalo cuando venga por ti. ¿Sale, peque?
Qué me importa su regalo. Mi papá ya está esperando en el coche. Desde ahí me manda un beso, se lo pone en los dedos y le sopla hacia mí. Yo siempre hago como que lo agarro y me lo pongo en el cachete, pero hoy no hice nada porque estoy enojada. La abuela quiere que vaya a cenar pero no tengo hambre. No me gusta estar aquí. Me gusta nuestro departamento de la calle Amores, en el piso diez. Desde la ventana de mi cuarto veo las luces de la ciudad o la luna. A veces, a escondidas, mi hermano Roco avienta bolitas mojadas de papel de baño para ver si le atina a la cabeza de alguien que vaya pasando, pero antes de que lleguen abajo ya no logro verlos; ya solo veo el farol que ilumina la calle. Parece tan pequeño y tan lejano. A veces, también, mi papá se asoma, pero no avienta papeles; nada más se queda mirando, en silencio.
Cuando me acerco a la cocina, mi abuela está hablando por teléfono, supongo que con mi tía, y alcanzo a oír pedazos de la conversación.
—Sí, peleando… Bueno, no, él tampoco está nada bien… está enfermo… Para mí que ella ya se quiere separar…
¿Separar? Ojalá que no estén hablando de mi mamá y mi papá. Por favor, por favor, por favor, que no sean ellos. Como me parece que también es asunto mío, cuando la abuela cuelga le pregunto sin la menor discreción.
—¿Quién, abuelita? ¿Quién estaba peleando? ¿Quién se quiere separar?
—Unos vecinos, mi amor, no hagas caso.
Me doy cuenta de que está mintiendo. Que la abuela me diga “mi amor” y que remate con “no hagas caso”, no es buena señal. Mastico los hot cakes de mala gana; trato de adivinar en su cara lo que está pasando y noto que algunas arrugas de la boca le crecieron para abajo, como cara no feliz. Aquí el único feliz es Roco, que se la pasa en los videojuegos con sus amigos de la cuadra. Yo juego sola con Carlota, la muñeca que me regaló mi papá cuando cumplí seis.
La abuela me manda a la cama y yo protesto:
—¿Por qué Roco sí se queda? ¿Porque es tu consentido?
—Qué consentido ni qué nada, en este instante también se va a acostar.
La abuela quiere hablar con una voz más fuerte de lo que en realidad le sale, mientras mi hermano hace gestos por detrás de ella, arremedándola. Me da risa pero me aguanto. Cuando la abuela se va, Roco vuelve a prender la tele, así que regreso y me siento junto a él.
—Largo, enana. Esto no es para niñitas.
—¿Ahhh nooo? Aaabbbuueee… — Voy subiendo la voz.
—No te atrevas.
—Mmmmm, entonces, ¿qué tal si el abuelo se entera de que te caché fumando?
—Bueno, quédate, pero allá tú si te da miedo.
Por supuesto que sí me da –es una película de terror– pero me da más miedo pensar en el divorcio.
—¿Ya sabes?
—¿Qué pedo?
—Lo de mis papás…
—Shhh, espérate.
Obedezco y me callo un ratito. En la pantalla, le clavan una estaca en el ojo al personaje malo, que se transforma y sale volando por la ventana. Cuando se nos pasa la impresión de la escena, vuelvo a preguntarle a Roco:
—¿Qué es estar enfermo de los nervios?
Pienso en el esquema de mi libro de ciencias naturales, con miles de nerviecitos por todo el cuerpo, y no entiendo.
—No sé bien —contesta mi hermano—. Creo que es cuando la gente se porta raro.
—Y cuando los papás se separan, ¿los niños eligen con quién se van? ¿O sus papás? ¿O los abuelos?
—Lo decide un juez.
—¿Un juez? No puede ser. Ni siquiera los conoce.
Roco ya no contesta. Cuando acaba la película me dice que tenga cuidado, porque en la ventana de mi cuarto, que es el cuarto de visitas, puede aparecer el hombre sin ojo. Le digo que es un tarado pero cuando ya estoy sola me dan muchos nervios. Me pongo mi pijama y abrazo a Carlota. En eso oigo unos ruidos y aparece un bulto en la ventana. Pego un grito, se me traba la boca abierta y no respiro hasta que oigo la risa de Roco. Entonces me fijo bien y reconozco el inflable de Superman colgando de una cuerda.
—Vas a ver… Te juro que me voy a vengar.
Desde su habitación mi abuela pregunta qué pasó, pero cuando le contesto, no acuso a Roco:
—Todo bien abuelita, es que vi una araña.
—Pues dale con un zapato y duérmete.
Entonces desde el taller del abuelo, en el piso de arriba, que es donde duerme, mi hermano hace bailar a Superman y ahora me río con él. Después acuesto a Carlota en la otra cama. Siempre que me quedo aquí, odio esa cama vacía. Mi abuela dice que la tiene por si algún día se queda un invitado, pero nunca hay más invitados que Roco y yo. Solo a veces mi tía duerme ahí, cuando viene dizque a cuidar a mi abuela pero más bien es al revés, viene a que la consuele su mamá cuando tiene problemas con su esposo. A mí me encanta que venga porque me cuenta cuentos, aunque siempre son los mismos, cada vez les va cambiando cosas y luego entre las dos inventamos el final. Como hoy no está, siento que mi cama se hace chiquita y la ventana grandota. Creo que hasta dormida sigo viendo esa ventana y sueño que las ramas del árbol se mueven y me quieren decir algo importante. No sé si estoy dormida cuando oigo los primeros pájaros. Pero sí sé que estoy despierta cuando suena el timbre de la casa. Doy un brinco desde la cama y veo pasar a mi abuela, va despeinada, tapándose los hombros con un rebozo, chancleando lo más rápido que puede y diciendo:
—Ay, Dios mío. Ay, Dios mío…
Me voy atrás de ella pero me quedo a unos pasos. Cuando abre la puerta veo a mi mamá. Está llorando. Se abrazan, otra mala señal. Mi mamá no viene sola; dos señores de traje oscuro y corbata están atrás de ella. Roco y el abuelo están parados junto a mí, los tres estamos helados, yo en pijama, Roco en boxers y mi abuelo envuelto en su bata de cuadros.
—¿De la azotea? —pregunta la abuela.
Pero no oímos las respuestas de mi mamá. Me acerco y me agarro a su falda.
—¿Qué pasa, mamita? ¿Qué pasa? —Pero mi mamá parece no oírme y tiene un ataque de llanto que no la deja hablar, entonces mi abuela, nerviosa, me dice:
—Espérate, mi amor. —Y con un gesto de la mano me da la orden de que me vaya con Roco y el abuelo. Mi mamá se queda llorando con la cara entre las manos, sentada en la camioneta de los señores de traje, mientras mi abuela regresa a la casa y cinco minutos después sale vestida con falda, suéter y bolsa negra, la peor de las señales.
Hoy Roco no salió a jugar aunque es domingo de fut, y yo ni siquiera me di cuenta a qué hora llegó mi tía. Me siento con ella en la banca del jardín; el cielo está azul y hay sol pero sigue haciendo frío. Desde los brazos de mi tía veo el pasto crecido y un hongo por allá, medio escondido, se ve tan solo.
—¿Qué pasa tía?
—No sé, preciosa, hay que esperar.
Mi tía no sabe cómo contarme esta historia. Me gustaría que fuera uno de sus cuentos y yo pudiera cambiarle el final con un Superman amarrado a una cuerda o un paracaídas o una escoba mágica.
No sé cuánto tiempo ha pasado cuando por fin regresa mi mamá. Ya no llora pero tiene los ojos hinchados y rojos. Nos habla de mi papá y de un lugar muy hermoso, con flores, con estrellas, y sigue hablando mientras yo pienso en la azotea del edificio, en el papel mojado cuando ya no se puede ver. Le mando un beso y le soplo con todas mis fuerzas para que llegue hasta allá, abajo del farol que se ve desde mi casa, en el piso diez.