La mamá dibujó en la cueva

Colectivo Cuenteros
4 min readSep 13, 2021

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de Ainda Dobarro

Anah amamantó a su crío y lo acurrucó hasta que se quedó dormido; lo arropó y lo recostó sobre un mullido montón de hojas secas. Luego bebió de la vasija que contenía los frutos fermentados y puso una calavera sobre la roca más alta, junto a la jícara que contenía las semillas. El viento trajo a la cueva sonidos melodiosos emitidos con un trozo de caña. Anah se movió siguiendo esa cadencia. La luz de la fogata reflejaba la danza de su sombra. Levantó las manos como si quisiera tocar algo lejano. Otra mujer se unió al ritual improvisado. Al ritmo de los golpes que un hombre ejecutaba sobre un tronco hueco, una simuló ser un felino, y la otra, la hembra que no se dejó montar. Se sentó y gruñó. Los demás observaban en silencio.

Cuando se extinguió el fuego, las mujeres se echaron sobre pieles suaves y calientes. Afuera había caído la negrura de la noche. Anah rechazó el miembro erecto que le acercó un hombre. Él se acostó sobre la otra bailarina, que abrió las piernas con avidez.

Con los primeros sonidos del día, las mujeres y los niños fueron al valle que estaba en la base del acantilado, un lugar humedecido por un brazo del río. Anah dejó a su criatura en una hamaca improvisada con cuero y lianas. Con unas varas desprendieron frutos de los árboles, separaron los maduros y los que estaban buenos para comer. Después revisaron la parcela que sembraron varias lunas atrás. Anah señaló que las mazorcas habían tirado los granos, se agarró la cabeza con un gesto de decepción. Pero las otras plántulas estaban sanas. Unas rastreras habían echado fruto, incluso flor. También habían nacido matas alargadas y picantes, que miraban hacia el cielo. Unos niños recolectaban las setas grises que nacían escondidas entre el musgo. Las mujeres les advirtieron que no tocaran las de amarillas con puntos rojos, y volvieron a su labor: remover la tierra, proteger el sembradío de las malas hierbas y los pájaros, hacer enramadas que le dieran sombra. Con una piedra afilada cortaron unos tallos altos y fibrosos que usarían para coser las pieles de la última cacería. Regresaron con cestas llenas de hierbas y frutos, hongos e insectos, una brazada de cañas y recipientes con agua.

Al llegar a la cueva, fueron a ver la caza. El animal ya estaba listo. Le habían arrancado la piel y separado los cuernos, las vísceras y la grasa. Con la ayuda de un guijarro redondo, Anah molió unas hierbas y con la mezcla untó trozos de carne. Cuando los puso en la lumbre, el olor invadió el lugar. A los más pequeños les dio una parte blanda y unas frutas que sacó del carcaj.

El ambiente era casi festivo: había comida, ruido, parloteos. Fue con el rugido que todos voltearon. Desde lejos, un felino había identificado a su presa. Se acercó con cautela. Le bastó un zarpazo para encontrar al hijo de Anah gateando por la entrada. Corrieron a espantar al animal con fuego. En cuanto soltó a la criatura, Anah aferró el cuerpo entre sus brazos. Estaba muy caliente y temblaba. Las mujeres le dieron de tomar agua fresca, lavaron la herida y la cubrieron con unas hojas que se adherían a la piel, encima pusieron un amarrijo para que dejara de sangrar. Le hicieron beber la infusión de un tubérculo para mitigar el dolor. La cuidaron toda la noche, pero murió al amanecer. Fueron en grupo a depositar el cuerpo en un hoyo, lo cubrieron con piedras y quemaron una resina olorosa alrededor.

Anah lloró. Se internó en lo más profundo de la gruta y con un carbón dibujó en la piedra la escena del niño atacado por la bestia. Metió las palmas de las manos en una mezcla roja y las plasmó repetidas veces alrededor.

El líder del clan les hizo saber que el cambio de estación indicaba el momento de irse, de buscar otro horizonte. Anah se negó, señaló la cosecha y el sepulcro. Una parte del grupo decidió quedarse con ella. El hombre intentó llevarla por la fuerza. Ella se sentó y gruñó

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