La hoz y el corazón
de Pedro Rivera-Benito
No debimos haber hecho esa broma. No debimos haberle dicho a Tacho que su esposa estaba con otro. Nunca nos imaginamos que la hoz que llevaba en la mano todavía con olor a tierra y restos de alfalfa en sus pequeños dientes terminaría en el corazón de Juan.
Yo estaba dando mi servicio al pueblo y era parte de la policía municipal. El sol estaba a punto de ocultarse cuando repicaron las campanas para llamarnos. Nos dijeron que Tacho lo había matado. Nadie lo podía creer. Nos quedamos viendo sin emitir palabra y mi corazón sintió un tremendo hueco como si, en ese momento, la hoz se hubiera clavado en mí. En algún momento de nuestras vidas, Juan fue como mi hermano.
Teníamos que ir recoger el cuerpo. Justo unos metros antes de llegar a su casa,había caído boca arriba sobre la tierra con su camisola gris ensangrentada. Se notaba que ni siquiera se pudo defender. Me acerqué,vi su rostro de sorpresa y dolor, me quité el sombrero con un nudo en la garganta le eché la bendición en el aire.Su viuda estaba desconsolada, hincada ante el cuerpo anegada en un mar de incertidumbre y llanto. Un par de veladoras y la luna creciente nos iluminaba a la par de los faroles de la calle. Nos quedamos a cuidar el cuerpo para que nadie se le acercara mientras llegaba el perito para dictaminar las causas del fallecimiento, aunque ya todo mundo sabía que era por la tremenda hoz que le había dado justo en el corazón.
Llegaron las autoridades competentes, tomaron fotos, checaron huellas, hicieron preguntas y más de uno señaló a Tacho como el autor del crimen. Pusimos una sábana sobre un petate, lo enrollamos, lo subimos a la camioneta de doble cabina que fungía como patrulla y nos lo llevamos al palacio municipal. Lo dejamos en el patio de atrás para que le hicieran la autopsia. Su viuda no estaba en condiciones de tomar una decisión, así que sus cuñados fueron los que se hicieron cargo: dijeron que no era necesario, ya que era evidente que había muerto por la hoz. Pero el perito argumentó que al ser un asesinato tenía que cerciorarse de que no hubiera golpes internos, así que ordenó a la policía que cuidara el área. Improvisamos una sala de operaciones, subimos el cuerpo a una mesa vieja que estaba arrumbada, nos pidieron una cubeta y una jícara y esperamos al médico forense.
Yo estaba sentado en un tronco y recargado en la pared muy cerca del lavadero. Mi postura era relajada, con la mirada perdida mientras masticaba un poco de ruda que habían repartido para ahuyentar a los malos espíritus, pero mi cabeza era una amalgama de ideas chocando unas con otras provocándome abolladuras. Un trago de mezcal y un tabaco no me cayeron mal.
Llegó casi a las once. Era un doctor jovencito. Yo creo que era su primera vez porque todavía le temblaba la mano e iba explicando cada cosa que hacía, no sé si para aleccionarnos o como autorepaso. Pidió voluntarios para quitar la camisola ensangrentada mientras se ponía su bata blanca, sus guantes de látex y un cubre bocas. Tuve el infortunio de ser seleccionado. Al tomar esos pocos pasos para acercarme al cuerpo, era como si mis pies tuvieran piedras calientes que hacían las veces de filo a cuchillas..
De su maletín negro sacó un bisturí con el que hizo un corte horizontal de pezón a pezón y uno vertical hasta el ombligo, formando una T mayúscula y dejando a la vista el tórax. Un hilo de sangre muerta con un olor diferente corrió por todo donde cortaba.
Después sacó un pequeño cincel y martillo, y al momento que nos explicaba que el tórax servía como caja para proteger nuestros órganos, lo golpeó con tanta fuerza que sentí el dolor cuando tronó el hueso como si hubiera sido el mío.
Lo levantó hasta ponerlo casi en la cara del difunto y empezó a hurgar dentro del cuerpo. Pidió la cubeta y fue poniendo uno a uno los órganos que iba sacando. Primero el corazón que, nos enseñó, era del tamaño del puño. Metió su dedo índice en la perforación que le hizo la hoz y lo sacó por el otro hoyo un par de centímetros más abajo. Fue la pura punta la que ocasionó el desgarre y la hemorragia interna. Incluso todavía pudo encontrar restos de alfalfa que se confundían con la sangre.
Después sacó el pulmón sin ninguna lesión, al igual que los riñones, el estómago y los intestinos, aprovechando, dijo, que al muerto le estaba saliendo una hernia y que era probable que en un futuro se la hubieran tenido que operar. Con un vaso de plástico sacó la sangre coagulada que se había quedado en esa pequeña caja natural qué hay dentro del cuerpo, raspando entre las costillas y la carne para no dejar ni una gota. No había ningún otro golpe o herida a excepción de la del corazón.
Al terminar de revisar, el doctor regresó el contenido entero de la cubeta al cuerpo, ya sin ningún orden. Metió los órganos, acomodó el tórax, lo presionó ligeramente para que embonara y cosió con un hilo negro. Para ese entonces, ya estaba más tranquilo. Yo creo que por muy doctor que seas, siempre te impresiona ver un muerto y más si sabes que lo tienes que cortar.
Pensé que ya habíamos visto todo, pero aún faltaba revisar el cráneo, y ante la falta de equipo y material quirúrgico, el doctor me pidió que le ayudara a detener la cabeza. Titubeé, me puse junto al cadáver y lo agarré de las sienes. Pude sentir su piel fría que contrastaba con mis manos sudorosas. Grandes gotas de sudor caían por mi frente y mi pecho, y mis axilas parecían manantiales salados.
Tomó el bisturí y empezó a cortar a la altura de la frente, rodeando todo el cráneo. Quitó el cuero cabelludo y el cráneo quedó expuesto a la vista de todos. Fue impresionante verlo de cerca, con sus incontables venas azules y rojas un poco más gruesas que un cabello palpitando en una masa gelatinosa de color rosa. El doctor lo revisó y se cercioró de que no hubiera ningún golpe. Regresó el cuero cabelludo como si fuera una peluca y, todo chueco, lo cosió.
Eran casi las tres de la madrugada cuando levantó el dictamen y ordenó que podíamos entregar el cuerpo a los familiares.
Soñé que iba a la ciudad. Me subía a un camión y aparte del chofer había un solo pasajero. Era un espectro sentado en la parte de atrás que me observó a los ojos. Yo estaba a mitad del pasillo y pude reconocer su rostro: era el mismo que tenía mi compadre cuando lo vi tirado en el piso. Se paró del asiento. En su mano tenía una hoz y me la dio. Al momento de agarrarla, tanto él como la hoz se deshicieron en un montón de ceniza. Busqué al chofer y me di cuenta de que estaba solo. Brinqué en mi cama y eso me despertó. Mi respiración era agitada. Intenté tranquilizarme, pero ya no pude conciliar el sueño. A través de la rendija que había en mi techo de lámina, pude ver cómo llegaba la mañana.
En otra ocasión, soñé que me perseguían en el cerro. Corría por un camino lleno de piedras, arañándome con los matorrales que estaban a los costados. Era un camino que no conocía y que no tenía final. De tanto correr, mis piernas se desgarraban sin que supiera qué era lo que venía detrás de mí. Tropecé con una piedra y mi cara rebotó sobre un corazón perforado. Me costó trabajo despertar y eso hizo que en mi mente se quedara grabada esa imagen llena de sangre. Aunque mi esposa me daba tés de tila antes de dormir, no podía encontrar la calma.
No pude más. Después de un par de meses, me armé de valor y fui a buscar a la esposa de Tacho. Desde que lo sentenciaron a veinte años de cárcel, ella se alejó del mundo. Me abrió la puerta con desgano. Nos quedamos en el pequeño patio enfrente del bracero. La casa, al igual que ella, lucía marchita. Afuera, se escuchaba el graznido de tres guajolotes.
—Lo que tenga que decir, dígamelo y después váyase —me dijo mientras me daba la espalda para echar chile morita en el molcajete. No supe qué era lo que se impregnaba en mis ojos, si la culpa, el olor picoso o el humo del comal.
Casi como en un susurro, le confesé que yo le había dicho a Tacho que la había visto con otro hombre. No dijo nada. Siguió moliendo como si no me hubiera escuchado. Volví a hacer mi confesión con una voz más fuerte, pero siguió sin hacerme caso. Esperé unos largos segundos, cerré los puños, tomé aire y antes de que pudiera hablar, la vi voltearse y con el tejolote en mano me dio un golpe lleno de furia a un lado de mi ojo izquierdo. Los guajolotes se espantaron con mi caída, el dolor fue tan fuerte que no pude abrir los ojos al instante. Cuando lo hice, vi cómo un objeto curvo, punzante, lleno de ceniza, se dirigía a mi corazón.