Juanjuar

Colectivo Cuenteros
6 min readFeb 23, 2021

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de Kurt Hackbarth

Arnoldo Juanjuar se levanta a las seis de la mañana. Arnoldo Juanjuar se levanta a las siete de la mañana. Arnoldo Juanjuar es un famoso director de cine de culto y su hija es una gata de tres colores. Arnoldo Juanjuar es una planta de maceta protegida por una capa de piedras para que la gata de tres colores no mee en su tierra.

Cada día es una aventura para Arnoldo Juanjuar. Va al café de la esquina para pedir un expreso doble, excepto que es una lavandería y no sirven expresos. Compra el expreso en otro café que sí es café excepto cuando es taller mecánico y regresa a la lavandería para colocarlo en una de las lavadoras y verlo dar vueltas y vueltas y vueltas. Pide permiso para rodar una escena en la lavandería y le dicen que no y él dice que es Arnoldo Juanjuar y le dicen que no y él dice que es Bernoldo Suansuar y le dicen que pruebe en el taller mecánico y él dice que no porque a veces es café y todos ruedan en cafés.

Arnoldo Juanjuar rueda en un café con un expreso doble entre las seis y siete de la mañana, que es cuando se levanta. El café abre a las diez, pero Arnoldo tiene un trato con el dueño que le permite hacer sonar la alarma y entrar a esperar la llegada de los mecánicos que ahora trabajan de agentes de seguridad privada porque el taller es más frecuentemente café desde que Juanjuar empezó a rodar ahí entre las ocho y nueve de la mañana, cuando hay mejor luz. Arnoldo es fanático de la luz; de pie frente a los agentes de seguridad, afirma con voz temblante que sin ella, no habría cine. Un agente levanta la mano y Arnoldo lo ignora y el agente insiste y Arnoldo lo ignora y el agente empieza a imitar las acciones de un mecánico aunque no hay herramientas ni vehículos ni siquiera un calendario erótico en la pared. Arnoldo le dice que se detenga, luego le grita con una histeria que provoca que otros agentes se unan a la mímica y cuando nadie le hace caso, traza una lavadora alrededor de ellos con las manos y oprime el botón de inicio. Del sistema de aspersión contra incendios salen chorros que, aunque mojan a los presentes, poco hacen para llenar la sala del agua que se necesita para que el programa se ejecute, entonces Juanjuar va y viene con cubetas hasta que llegan más mecánicos que ahora trabajan de bomberos porque el taller es más frecuentemente café desde que Juanjuar empezó a rodar ahí entre las diez y las once de la mañana para aprovechar la verosimilitud que otorga la presencia de los clientes. Arnoldo exige que llenen la sala a manguerazos pero, en lugar de eso, los bomberos se juntan con sus camaradas y, entre todos, arman la lavadora y se meten y declaran que no saldrán hasta que sea taller otra vez. Luego es taller otra vez y no han salido y, a manera de broma, Juanjuar escoge el programa de “Delicado” y mira mientras dan vueltas y vueltas o es él dando las vueltas porque llegó el dueño y lo saca de ahí a patadas.

Juanjuar se levanta a las doce y, disfrazado de Suansuar, regresa al taller con medio kilo de ropa para lavar. El ciclo de los agentes y bomberos no ha terminado, entonces se sienta en una mesa y entabla una conversación con una chica que está leyendo un libro sobre el cine de Arnoldo Juanjuar. La chica le dice que su cine le parece pretencioso, presumido y pedante. Juanjuar está a punto de objetar pero, recordando que anda de Suansuar, decide entrar en su personaje y coincidir. Se ríen larga y tendidamente sobre las ridiculeces del director hasta que se le ocurre a la chica mostrarle el libro, lleno de dibujos infantiles de gatos y plantas meadas. Juanjuar se exalta y, arrancando su disfraz, afirma su identidad al café entero. Poco dura su triunfo, sin embargo, ya que el dueño, apuntándolo con la manguera del camión que sigue estacionado afuera, la prende a toda potencia. Golpeado, Juanjuar se tamblea hacia atrás, mirando con secreta satisfacción mientras el local se llena de agua. Nada, libre, en el éter embriónico, realizando piruetas y volteretas, cada vez más convencido de que su siguiente película tiene que ser espacial. Se le unen los agentes y bomberos y, entre todos, ejecutan una fidedigna reproducción de La danza de Matisse, dando vueltas y vueltas con una creciente velocidad que no se debe, como cree Juanjuar, a sus proezas acuáticas sino al hecho de que la chica del libro ha quitado el tapón del piso y que todos se van drenando por el hoyo que en él se abrió.

Arnoldo Juanjuar se levanta de la cañería a la una. Se levanta otra vez a las dos con los muebles del café, los cuales dispone en la banqueta con tal de realizar su casting para la película espacial. Descartando la idea de llenar la ciudad entera de agua, arma un improvisado trampolín con la ropa que logró rescatar de la tubería. Si el candidato pasa la entrevista inicial –cosa nada garantizada– es propulsado en el aire con la ayuda de los agentes y bomberos, uno en cada esquina, para ver lo que es capaz de hacer. Para las tres, las ramas de los árboles circundantes están llenas de los despojos de actores aspirantes; para las cuatro, los agentes y bomberos están dejando caer a los candidatos al azar como protesta laboral. Pero el director no está conforme: acalorado, vociferante, clama a los cielos por un solo talento que pueda moldear a sus propósitos, alguien que brille entre esa bola de pseudoastronautas que ni de cerca entienden el reto existencial de entregarse al vacío.

Cuando la siguiente postulante se acomoda, Juanjuar la reconoce de inmediato como la chica destapadora del café. Antes de que puedan empezar, otro de los aspirantes se cae de bruces sobre la mesa. Alzando dos de las patas para que el cuerpo se deslice hacia abajo, Juanjuar se encara con su entrevistada.

—Y tú, ¿qué?

A manera de respuesta, la chica empieza a imitar las acciones de un mecánico. Los agentes y bomberos, reconociéndose en ella, bajan el trampolín para mirar.

—Basta —dice Juanjuar.

En lugar de detenerse, la chica traza lo que parece ser un cohete espacial. Sube en el cohete y corre en una serie de vertiginosos círculos alrededor del director, haciendo unos ruidosos zumbidos con los labios.

—¡Dije basta! —grita Juanjuar.

En eso, los agentes y bomberos –mecánicos nuevamente– agarran a Juanjuar y, lanzándolo en el trampolín, unen las esquinas para formar una gran bolsa de botín. Corren por las calles, por los parques, abriendo la bolsa de vez en vez para que la gente pueda presenciar a su cautivo, pellizcarlo, ofrecerle cacahuates y trozos de plátano y llenar su cabello de grava. Y Juanjuar pide, suplica, no que lo suelten –eso no– sino que un alma misericordiosa lo grabe, por favor, que grabe su humillación y que le envíe las tomas para que arme con ellas un cinedocumental digno de las mejores instalaciones del mundo. Pero el público está demasiado embobado para grabar y los pocos que lo hacen asoman sus extasiados rostros para hacer selfies de una manera tal que el material se vuelve inservible.

Arnoldo Juanjuar no se levanta ni a las cinco, ni a las seis, ni a las siete, preso en su bolsa de la mala fortuna. A las ocho, finalmente, los mecánicos y la chica llegan en desfile con él a la plaza principal, donde lo amarran al asta. Las sillas, el proyector y la pantalla ya están listos y la función empieza. Son las películas del director, por supuesto, empezando con Socorro subrepticio, siguiendo con La búsqueda de la reticencia y terminando, ya bien entrada la noche, con Fuerza de la inmovilidad. Al término del último filme, el invitado de honor es desatado y conducido al templete frente a los ojos atentos de un público que ni por un momento ha abandonado sus lugares. Después de un discurso adulatorio lleno de adornos y adjetivos, el alcalde presenta a Juanjuar con una medalla vistosa y las llaves de la ciudad. El director llora de la emoción. Los mecánicos y la chica, detrás de él en el templete, aplauden calurosamente. Luego, Juanjuar ve. A diferencia del recorrido en la bolsa, esta escena sí está siendo grabada: por un ejército de cámaras anónimas que rodean la plaza como si de un asedio se tratara. Los oficiales se bajan, uno por uno, del templete.

—¡Esperen! —dice Juanjuar.

Ahora los asistentes, obedientemente y con orden, van abandonando el espacio, dejando atrás unas largas filas de sillas de plástico.

—¡Esperen! ¡Llévenme! —grita Juanjuar.

Lo único que queda son las cámaras, todas enfocadas en él. Encima de ellas, un anillo de focos crea un charco infranqueable de iluminación cegadora.

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