Invierno
de Pedro Rivera-Benito
Nueve veinte, no era una mañana normal. Aún no empezaban las labores rutinarias y las marcas de los dedos sudorosos ya estaban sobre el escritorio, los papeles y la pluma. El pantalón fue testigo de cuantas veces las manos se limpiaron en él. La boca seca. Pidió que le llevaran una bebida energizante para tranquilizar sus latidos. Sonó el teléfono. Lo dejó con la misma avidez con que lo tomó al ver que no era Sebastián. Se recargó en la silla giratoria, puso las manos atrás de la nuca y se quedó viendo el cubo Rubik sin armar sobre el escritorio.
— Todo bien? — le preguntaron. Nada bien — , pensó, y contestó con una sonrisa.
Diez cuarenta. — ¿No piensa pasar el tiempo? — , pensó. Tuvo otra llamada.
— Si, no se preocupe…se lo mando a firma para llevarlo al sistema tributario…si, no hay que pagar nada, solo es la aclaración… con Sebastián, si lo ubica, ¿verdad? …no, ahora no es posible, llega al medio día… ok, nos vemos.
Checó de nuevo los mensajes, doscientos siete sin leer, ninguno de Sebastián.
Once cincuenta y nueve, sus dedos tecleaban mientras el rabillo del ojo lo tenía en la puerta de la entrada. Doce cinco, lo único puntual fue el sudor de las manos. Doce diez, sus dedos tamborilearon en el escritorio dejando marcas. Doce veinte ya era tarde. Doce treinta, hizo una llamada — hola, ya no va a poder ir Sebastián, pero en este momento le mando a una de las chicas del servicio…Gracias -.
Pasaba de las dos cuando le preguntaron por Sebastián, lo negó con la cabeza y hombros. Su mano en el mouse se limitó a bajar la pantalla hasta el final del documento para después subirla sin descanso alguno.
Dos cuarenta y siete, no hay mensajes, no hay llamadas. Dos cincuenta, no hay llamadas ni mensajes. Tres ocho. El corazón bombeaba cuando le marcó ¡El primer ring fue tan eterno!, el segundo le cortó la respiración, el tercero pareció broma, el cuarto, el quinto…la llamada fue transmitida al buzón. Limpió las huellas de sudor en el teléfono con su pantalón y lo dejó a un lado del teclado
Tres quince. No salió a comer, tuvo miedo de que llegara mientras él no estuviera. La ausencia duplicaba la lentitud del tiempo.
Cinco siete. A pesar de no tener sonido, las teclas del teléfono espetaron en sus oídos cuando escribió el mensaje: ¿Todo bien?
Cinco diez, no hubo respuesta. Cinco doce, no hubo respuesta. Cinco treinta no hubo respuesta. Cinco cuarenta, aparecieron las palomitas azules. Cinco cuarenta y uno. Cinco cuarenta y dos. Seis en punto. Apagó la computadora, tomó su portafolios, se despidió del personal y salió.
Ningún verde para llegar a casa, puro rojo. Todo era tan lento. La cena, la película en la tele, la plática. Se excusó diciendo que el calor lo agotaba cuando su esposa le preguntó que tenía. Se fueron a dormir. La noche fue igual de desesperante que el día.
Doce veinte, las vueltas en la cama eran sigilosas para no despertarla. En sus audífonos, con un volumen casi imperceptible, se escuchaban sonidos de lluvia. Una treinta, por los ojos entraron los perros de la cuadra en un desfile interminable de ladridos evitando que durmiera. No se cerraron. Se acostó sobre el hombro izquierdo y se quedó viendo por la ventana el árbol seco que había prometido cortar mientras intentaba encontrarles forma a las ramas desnudas y descarapeladas. Cuando se volteó, pudo ver las sábanas color mostaza que cubrían el cuerpo de su esposa, y al fondo, las ocho manijas del closet que contaba una y otra vez de izquierda a derecha y viceversa, descubriendo que dos de ellas no estaban alineadas.
Dos catorce, deseó no haber expuesto sus emociones, le daba miedo verse al espejo. Metió la cabeza bajo la sábana azul marino no importando que se sofocara, juntó las rodillas y las llevó lo más cercano al estómago, sus manos se escondieron entre de ellas. Tuvo la sensación de llorar, pero algo detenía las lágrimas, aun así, con ese tapón que se formó en la garganta y que lo obligó a resollar con miedo a despertarla, sintió como una de ellas se deslizó por la sien hasta perderse en el oído.
Como todas las noches, el teléfono estaba junto a la almohada. Lo tomó. Tres diecisiete, — ¿apenas tres diecisiete? -. No recordó si realmente había dormido. La luz lastimó sus pupilas y le bajó todo el brillo. Sacó la cabeza debajo de la sábana. Buscó los mensajes. El de Sebastián seguía sin respuesta. Las palomas azules amenazaban con difuminarse en la pantalla.
Cuatro veintitrés. Los perros. Otra vez los perros. — ¿Nunca se callan? -, se preguntó. Con sus aullidos, la tristeza se hacía más infinita, como si alguien hubiera muerto.
Seis diez. La alarma lo sorprendió hundido en su pantano. La apagó. Se sentó en el borde de la cama con la vista fija en el árbol seco. El mensaje seguía sin respuesta. Escuchó a su esposa levantarse y mientras se alistaba para ir a correr, otra vez le preguntó que tenía. Argumentó que la noche calurosa no lo dejó dormir. Se puso el pans, la sudadera, los tenis y salió detrás de ella.
El día y la noche del miércoles fue igual que la anterior, sin llamadas, sin respuesta. Aun podía ver la hora en que se conectaba, pero el jueves, antes de lavarse los dientes e irse a dormir, ya no vio su foto de perfil. Pensó en mandar otro mensaje, pero ¿qué podía decir? Lo buscó en sus redes y ya no lo encontró. El corazón se le expandió y encogió al mismo tiempo.