Fiebre de Chapulines

Colectivo Cuenteros
6 min readDec 28, 2020

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de Gayne Rodríguez Guzmán

Acababa de volver de la escuela y nos sentábamos a la mesa cuando mi mamá, con los ojos fijos en el plato con chapulines que traía Eulalia, declaró que estaba “harta” de ellos y no comería ni uno más. Yo me acordé de la boda de mi tío Juan, del momento en que el padre les dijo a los novios: “Cuando ya estén hartos el uno del otro, recuerden que eso significa estar lleno del otro…” Ya no oí lo demás porque a mi prima y a mí nos dio un ataque de risa. No nos pudimos aguantar. Me estaba imaginando al tío rellenando a su esposa jovencita como un oso de peluche cuando mi mamá me dio un pellizco en el brazo que me dejó un moretón en forma de mariposa.

Me dio otro más ahorita.

—Sofía, ¿que no oyes que me pases el agua? ¿Pues en qué estás pensando? Y apaga ese celular o te lo voy a quitar. Estoy harta de que lo pongas en la mesa cuando estamos comiendo.

—Sí ma, es que no te escuché.

El caso es que Eulalia se veía muy contenta desde hacía varios días. Cuando llegó de su pueblo era una niña que apenas hablaba español. Yo convencí a mi novio de que le diéramos clases para enseñarle a leer y a escribir. Pero mi novio dijo que era una hueva, entonces lo hice yo. Ella me contaba de su familia, de los siete hermanos y de su papá, que la mandó a trabajar a la ciudad muy chica porque no les alcanzaba para nada con lo que él gana en el campo.

A mí me intrigaba el chavo que traía chapulines a la casa porque casi siempre son mujeres las que andan ofreciendo toda clase de cosas por las calles: flores, verduras, plumeros, además de los insectos. Él se presentaba un día sí y otro también a la puerta de la casa con su canasta. Y cada vez que llegaba, Eulalia se ponía bien roja.

Hablando del rey de Roma: en ese momento tocaron a la puerta. Seguro era él con su encargo del día porque antes de que alguien pudiera reaccionar, Eulalia dejó lo que traía en las manos y salió corriendo.

—Señito, yo entiendo.

—Atiendo Eu, atiendo, no ‘entiendo’. —Como si mi madre fuera a pararse de la mesa para atender alguna puerta.

Tardó varios minutos en volver pero cuando lo hizo, todos notamos su color chapulín, como si hubiera frotado la cara con el nuevo plato de bichos que traía. Nos miramos a los ojos y mi papá levantó los hombros al mismo tiempo que se hacía un taco con guacamole.

—Están súper buenos. Mira, ¡pruébalos! —Me pasó el plato y una tortilla.

—Ya sé, pa, el tema es que Eulalia nos tiene a dieta rigurosa de chapulines. No es que no me gusten, pero a este paso los voy a aborrecer.

Mojé una tortilla en el guacamole y la mordí. Mi padre seguía embelesado con los tacos de chapulines.

—Dicen que tienen una gran cantidad de proteína y que son buenísimos como afrodisíacos. Mi hermano los come desde que no se le para.
Mi mamá casi se ahogó con el bocado. Me imaginé al tío Juan lleno de chapulines hasta el cuello. Le salían hasta por los ojos y la nariz.

—Ay, ¿cómo se te ocurre semejante cosa? Sofía no tiene edad para andar escuchando esas cosas.

—Ma, tengo dieciséis.

—Sigues siendo un bebé. Mira cómo comes.

Para cambiar de tema, dije:

—¿Y alguien notó que es un chavo el que viene casi diario a vender chapulines? Digo. Ya ven que acaban de asaltar la casa de enfrente. No vaya a ser un malandro que quiera robar la casa o aprovecharse de Eu.
Eulalia traía la sopa a la mesa, pero creo que me oyó porque se quedó ahí parada, muda y pálida. Yo la volteé a ver, pero ella bajó la cara. Parecía que iba a llorar.

—¿A qué hora nos sirves la sopa, Eulalia? —preguntó mi mamá—. La próxima vez que venga el chico de los chapulines, le dices que quiero hablar con él, por favor. Ah, y también quiero tener una plática contigo. —Se limpió la boca con la servilleta y la dobló perfectamente sobre la mesa.
El chavo nunca se volvió a aparecer en la casa, Eulalia dejó de tener esa cara que la hacía verse tan feliz y yo aprendí que los chapulines sí son afrodisíacos. Escuchaba a mis papás todas las noches hacer sus ruidos, aunque me pusiera los audífonos e intentaba distraerme en el chat.

—Hola mi amor, ¿qué haces?

—Escuchando música, ¿y tú?

—¿Qué traes puesto?

—Mi pijama de ositos.

—Quítatela y mándame una foto.

—¿También comiste chapulines?

A los dos días, nos avisaron que el tío Juan estaba en el hospital. Al parecer, tuvo un ataque al corazón, aunque ya estaba recuperándose. Mi mamá me dijo que me cambiara el uniforme porque la tenía que acompañar a verlo.

—Ma, tengo mucha tarea y va a venir Daniel para ayudarme.

—Ni creas que te vas a quedar sola con ese chamaco.

—Sabe de mate, ma.

—Lo que sabe es meter la mano debajo de tu blusa.

—Va a estar Eu, ma. Si quieres, la podemos tener aquí de supervisora.

No quería ir a ver al tío y encontrar a su esposa “recién adquirida en un antro”. Bueno, eso parecía: era una escuincla flaca y desabrida.

—Dije que no y no alegues. —Cuando mi mamá usa esa palabra, es como la sentencia definitiva de un juez. Solo le falta el martillito—. Eu, tú tampoco te vas a quedar sola en la casa. Vámonos.

Me cambié el uniforme, Eulalia se quitó su delantal y nos acompañó. En el camino, le pregunté a mi mamá cómo era que le pudo dar un infarto al tío si se suponía que comía muy sano y hacía ejercicio. La verdad, yo quería tocar el tema de la pastillita azul que sé que toma desde hace varios meses. Lo sé porque mi prima me platicó que lo vio esconderlas en su cajón y que cuando le preguntó qué era esa medicina, él solo le dijo que no era su asunto. Nos metimos a investigar y vimos que en realidad mi papá tenía razón cuando comentó que a su hermano ya no se le paraba.

—Ay, hija, son cosas que suceden. A cualquiera le puede pasar. Tu tío lleva una vida muy ajetreada. Tiene muchas preocupaciones.

—Claro, con su esposa nueva ha de estar súper ocupado. —Mi mamá me volteó a ver—. ¿Qué? Es apenas más grande que yo.

Cuando llegamos al hospital, Eulalia se quedó en la salita de espera y mi prima me jaló para contarme del coche que se acababa de comprar: un deportivo de color amarillo.

—Estoy segura de que es para la esposa —me dijo—. Y yo que sigo dependiendo del pinche Jaime para que me lleve a la escuela. No sabes. Le da todo lo que le pide y ella le saca todo lo que puede.

Mi mamá me llamó para que entrara a saludar a mi tío. Con una mirada, me advirtió que no fuera a salir con una de mis payasadas.

—Hola tío, qué bueno que ya te estás recuperando, seguro fueron los chapulines que te hicieron daño, ya ves que dice mi papá que son casi como la pastillita azul… —No tuve tiempo de terminar ya que mi madre me estaba jalando hasta la puerta—. Bueno, ¡espero que salgas muy pronto!

—¿Cómo se te ocurre?

Y zas, otro jalón. Ya me estaba aburriendo de que me jalara.

—¡Ay, ma, me vas a dislocar el brazo!

—Date de santos que no te lo arranqué. ¡Ya me tienes harta de tus payasadas! —Imaginé a mi mamá repleta de payasadas, con la cara pintada de blanco, la nariz de bola, la boca roja y una peluca morada. Pero no era el momento de reír.

Mi tío salió del hospital justo antes de que su radiante esposa lo dejara para buscarse otro menos viejo y enfermizo. El coche amarillo lo cambió por un cuatro por cuatro para poder ir al cerro. Dice que es su nueva afición. Daniel también se consiguió pareja nueva: una chava “más liberal” a quien sí le dan permiso de ir a la playa, dice él. Yo por supuesto que reprobé matemáticas. A Eu le doy clases de otras cosas más interesantes.

—Eu, ya no estés triste, te tengo que enseñar algo nuevo. —Le muestro las revistas que encontré debajo del colchón de mis papás—. Pero no le vayas a decir nunca a mi mamá de dónde las saqué porque ahora sí que me arranca los dos brazos.

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