Evento de libre acceso
de Liana Pacheco
Debía revolver constantemente con la espátula para evitar que las yemas de huevo se cocinaran. Acercó su rostro a la cacerola para percibir el cálido y dulce aroma de la mezcla. Con una cuchara pequeña tomó una porción a la que sopló antes de llevársela a la boca.
Dentro del horno reposaban los panes de masa choux. Todos ya cocinados, con la superficie de un color uniforme y suave. Buscó un cuchillo de sierra para rebanar por la mitad cada uno de los profiteroles. El maullido de la pequeña Selina cruzó la puerta; la gata se entrometió entre sus pasos jugando con las agujetas de sus tenis.
“Y a todos les valió madres. Nadie mostró un mínimo de empatía. No los culpo, optaron por la indiferencia antes que la hipocresía. Aunque un mínimo gesto habría hecho una diferencia. No pido volver el tiempo para evitar lo que sucedió, pero era necesario esa palabra, ese abrazo o una palmada en el hombro que nos diera un alivio momentáneo”.
Las garras diminutas, pero no menos filosas, de Selina traspasaron la tela y se encarnaron en la piel de sus tobillos. Interrumpió el vaciado de la crema pastelera en las bolitas de masa y levantó al gato. Tan pequeña era que con una mano pudo sostenerla. Las redondas pupilas reflejaron su rostro y el característico sonido de ronroneo acrecentó. La llevó a la sala y la puso en la mesa de cristal, junto a la caja de madera que estaba ahí.
“Dijeron que fue una exageración cuando mandé a hacer esta caja. De nuevo preferí ignorarlos”.
Acarició los bordes. Con la punta de sus dedos recorrió el grabado que había ordenado hacer en la madera: Bella. La gata olfateó una de las esquinas; su desarrollado sentido quizá le permitió percibir los últimos resquicios del aroma al interior.
“No fui insolente. Nunca lo he sido”.
Afuera, la voz desgastada de Maru se acercaba. Era la mujer de la tercera casa siguiente a la suya. Se escuchó cada vez más fuerte, hasta que su sombra se perfiló detrás de la ventana de la sala. Seguida de ella pasaron las figuras de un par de niños.
“Ni con esa mujer, que siempre encuentra un motivo o persona para quejarse: la cantidad de agua de los aspersores del jardín de junto. El sonido fuerte de los tacones de Ofelia cada lunes a las ocho de la mañana. Así se quejará de mí con los demás. ¿Qué podría esperar? La poca fuerza de su edad la ahorra para parlotear y cuidar a sus nietos cada fin de semana. Por suerte el par de mocosos andan siempre pegados a las pantallas de sus teléfonos, que no encuentran otra forma creativa para distraerse”.
Recordó la tarea pendiente en la cocina y volvió para rellenar los profiteroles que le hacían falta. Cada porción era del tamaño adecuado de un bocado para un adulto. Un niño podría devorarlo en dos mordidas, pero una pieza no sería suficiente para complacer la gula natural que ellos disponen para los dulces. Selina había regresado a la cocina también, a su tarea de rasguñar los tobillos.
“¿Y si el par de mocosos son los culpables? Buscando satisfacer un aburrimiento cuando sus aparatos electrónicos ya no les eran suficientes. Lo dudo, no parecen demostrar inteligencia para una tarea así. ¿Qué sería peor entre un culpable adulto o un niño? No tengo modo de comprobarlo, y si lo hubiera, ¿qué consigo? Una multa, una llamada de atención y quizá que ese culpable sea estigmatizado por un rato. Si lo que más quieren es retornar a la tranquilidad de su rutina en este fraccionamiento de acceso controlado. Eso dijo Ofelia, que nadie ajeno a los que vivimos aquí pudo hacerlo. Lo dijo cuando le pedí que me mostrara la grabación de sus cámaras de seguridad. Con su Odette en brazos fingió una mueca mientras sus palabras atropellaron la excusa de, que justo ese día, su sistema falló y no había modo de recuperar las grabaciones. ¿Acaso esa justificación podría ocultar su culpabilidad? No tiene caso perder el tiempo en algo que no puedo saber.
Pero qué belleza de niña es Odette. Una homóloga de Selina, pequeña con la ternura desbordante en su rostro y esa innata curiosidad de conocer el mundo en que nació. Aún es pequeña, pero con la edad suficiente para probar, siquiera, la crema pastelera de mi postre”.
Cuando terminó admiró por varios segundos el par de docenas de choux alineados en un platón de porcelana. Después de colocarlo en el refrigerador, para que la crema tomara consistencia, subió a una de las habitaciones. Desde el marco de la puerta vio que Luca dormía en posición fetal. Sorteó los juguetes desparramados en el suelo y llegó a la cama. Cubrió con el cobertor el cuerpo de su hijo. Entre sus pequeños dedos sostenía el collar, una circunferencia de cuero en tono rosa. La placa metálica con el nombre de Bella hizo un leve sonido cuando la puso en el buró. El niño abrió los ojos.
—¿Fue un sueño?
—No, mi Pacha. Me temo que no lo fue.
Luca ocultó el rostro entre la almohada y empezó a gimotear.
No encontró alguna frase que hiciera comprender a un niño de tan corta edad ese enfrentamiento inesperado con la muerte. Después de más de una hora, Luca concilió el sueño.
De regreso a la cocina miró el desorden que compartían la mesa y la barra, tazones con mezcla embarrada, cucharas, un batidor de globo, la taza medidora. Acomodó la harina y el frasco de dulce de leche en la alacena. Corrió la cortina de la ventana para robar luz a los últimos rayos de la tarde. Tapó el agujero del desagüe de la tarja, después metió todos los trastes y abrió la llave. Mientras el agua jabonosa se acumulaba, observó a la familia García. Otros de sus vecinos.
“No es culpa suya no alcanzar la exigencia estética y social de este fraccionamiento. Dicen que el hombre ganó mucho dinero vendiendo los terrenos de su padre. Suerte de que no tiene más parientes para dividir el monto de seis cifras que la constructora le pagó. Una cantidad suficiente para comprar la casa de junto, el armatoste en que se transportan, pagar las colegiaturas de sus tres hijos y quizá la mitad de una vida con holgura financiera y objetos de mal gusto. Y no es que sean malas personas, pero sus episodios de peleas a voces ocasionan incomodidad entre los habitantes y los colocan en un sesgo de alejamiento, en que ni el saludo les responden. Como la tarde del sábado pasado en que la discusión traspasó las paredes hasta llegar al patio; por los gritos nos enteramos de que ella le compartió fotos íntimas a un primo suyo. Incluso Luca me preguntó qué era una pareja swinger; no me había percatado de que él estaba fuera. ¿Desagradables? Sí. ¿Culpables? Qué razones tendrían ellos para hacerlo, ¿conocidas costumbres de su antiguo vecindario? No lo creo. Si lo que más desean es encajar en el agrado de nosotros, una acción de ese modo los degradaría a un desprecio mayor”.
Cuando la tarja quedó libre de los trastes, limpió los bordes de acero inoxidable. Los restos de jabón y comida se deslizaron hacia el agujero del desagüe. La barra donde preparó los ingredientes estaba desocupada y limpia. De uno de los gabinetes superiores sacó un frasco grande de vidrio que contenía azúcar. También un envoltorio pequeño que resguardaba en una esquina del mueble: quinientos gramos de la fórmula blanquecina y granulada, envuelta entre varias capas de papel y plástico. Fue en Internet dónde leyó que el azúcar glass, ingrediente por lo general costoso, podría obtenerse moliendo azúcar regular.
“La ventaja de vivir en estos tiempos de tecnología, que nos ofrece información de cualquier tipo en cantidades desorbitantes. Basta teclear una simple pregunta, visitar algunos sitios, proceder al pago y en cuestión de días llega hasta la puerta de tu casa un paquetito. Un producto que viene, quizás, del otro lado del mundo, preparado en un ático, húmedo, tóxico e ilegal. O tal vez mi proveedor está más cerca de donde imagino, pero no le importó saber quién soy ni el uso que daría a lo que me vendió. Únicamente le interesó que el pago con las criptomonedas se reflejara en su cuenta”.
Transcurrieron dos horas en las que no hizo nada más que contemplar el frasco de azúcar y el envoltorio en cuestión. Los maullidos de Selina despejaron el letargo de dudas que acumulaba en su cabeza y que retrasaban el momento de inicio. Observó a la pequeña gata, el tono adormilado de sus aullidos era diferente. Podría decir que era palpable su tristeza, como si la calma de la noche acentuara el dolor de su reciente pérdida. Eso fue suficiente para que tomara la decisión. Llevó a la gata a uno de los sillones de la sala. Sacó de su bolsa un par de guantes de bricolaje y un cubrebocas desechable. Volvió a la cocina, corrió el cerrojo de la puerta. Estaba consciente de que ya no había camino de retorno.
Agregó dos cucharadas de azúcar en el vaso de la licuadora. Con calma quitó las capas de emplayado del paquete. El polvo blanco estaba tan comprimido que semejaba el tamaño de una barra de jabón.
“Incoloro, inoloro, insípido. Quisiera agregar indoloro, pero el sitio web decía textual: impide que las células del cuerpo usen oxígeno y, de esa manera, mueren”.
Con ayuda de una cuchara de metal desmoronó el bloque de polvo solidificado para que el proceso de mezcla fuera más rápido. Mientras el sonido de la licuadora ocupaba el espacio de la cocina, pensó que pudo agregarlo en alguna de las preparaciones. Ya fuera en la masa o la crema pastelera, según lo que leyó ningún proceso de horneado afectaría el rendimiento del producto. Pero no quiso arriesgarse y prefirió usarlo así, directo, sin muchos ingredientes adicionales que le restaran protagonismo, sólo acompañado de un poco de azúcar. Cuando oprimió el botón de apagado, adentro del vaso de vidrio estaba formado un pequeño remolino de polvo blanco, esperó varios minutos hasta que todo el contenido se condensó al fondo. Apagó la luz de la cocina después de limpiar y desechar lo que usó. Llevando en sus manos el frasco en el que guardó la lustrosa mezcla de polvo blanco, con la que “decoraría” los profiteroles a la mañana siguiente, se dirigió a dormir.
Era un domingo habitual. La estridente música proveniente del garaje del señor García. Ofelia, con su ropa deportiva y los maquillados ojos ocultos detrás de gafas oscuras, recorría las calles del fraccionamiento. Los rostros de los nietos de Maru se distinguían desde la ventana abierta, ambos con la mirada fija en la pantalla que colgaba de la sala. Aunque no era del todo un simple domingo. El comité administrador del fraccionamiento había organizado desde meses antes un festival alusivo al día de los niños, en el que cada familia cooperaría con comida o regalos.
En medio de la mesa en que se colocaron refractarios, tazones y charolas repletos de comida, ya estaban, impecablemente acomodados los choux rellenos de crema pastelera y cubiertos de abundante polvo blanco, que a la vista simple era azúcar glass.
—¡Hola!
—Qué tal, Cristina.
—Pensé que no vendrías… digo, me enteré de lo que pasó y creí…
—Ah, eso. No sería justo no mostrar solidaridad con el resto de vecinos. Además, esto le servirá a Luca para distraerse.
—Sí, me imagino. Es terrible. ¿Sospechas quién lo hizo?
—Ni idea. No tengo tiempo para desgastarme en busca de un culpable.
—Así es. Quien sea que lo haya hecho ya tiene mal karma. Quiero decir, hacerle eso a una criaturita que no dañaba a nadie. A veces pienso que es increíble hasta dónde puede llegar la maldad de los seres humanos.
—Ajá. ¿Qué trajiste para el banquete?
—Ensalada de col. Le puse un aderezo dulce que mi suegra me enseñó a preparar. Mírala ahí está, la que tiene el feo sombrero de cintas azules. — Una mujer de mediana edad llevaba de la mano a un niño que indeciso miraba entre el plato de choux y un tazón de bombones de chocolates — . Qué bueno que hagan estos convivios, sirven para relajarse. Pero no me agrada que sea un evento de libre acceso.
—¿El comité aceptó que asistieran, aunque no vivan en el fraccionamiento?
—Sí, pero con la condición de que también contribuyan con comida o al menos con platos desechables. Dijo el comité que así ampliamos nuestros “círculos de socialización” con las gentes de fuera. No estoy de acuerdo con eso. ¡Mira ese par!, engullendo como si fuera un banquete pagado por ellos mismos. Por cierto ¿tú que trajiste?
—Papas hash browns. Disculpa, Cristina. Voy a buscar a Luca.
Caminó despacio para apreciar la cantidad de manos infantiles que se disputaban entre los dulces expuestos. Uno de los niños García andaba con los labios repletos del “azúcar” de los choux, mientras que la pequeña Odette relamía sus dedos embarrados con crema pastelera.
—Oye, ¿de que son los choux que preparaste?
—De crema pastelera con dulce de leche, hijo.
—¿Por qué? ya sabes que no me gusta nadita el dulce de leche.
—Ya sé, Pacha. Lo que no sabes es que te preparé unos exclusivamente para ti, con crema de vainilla, como te gustan. — De su bolso sacó un recipiente con varios choux. El niño sonrió cuando abrió uno de los panecillos y comprobó que el relleno era diferente a los que estaban en la mesa — . No seas glotón y si alguien te pide le convidas, pero no digas que yo te los di.
Luca asintió y se retiró en dirección al área de juegos, espacio que concentraba la mayor cantidad de personas.
—Hola, me dijo Cristina que tú hiciste las papas hash browns. Están deliciosas, debes pasarme la receta.
—Claro, Ofelia. Es que yo hago algo diferente, acá entre nos. Las cubro con un poco de harina revuelta con orégano y ajo en polvo, para que así la fritura quede mejor. Pero cuando gustes ve a la casa y las preparamos.
—¿Te parece el viernes en la tarde? Salgo a mediodía del trabajo y Rogelio se comprometió a cuidar a Odette.
—Perfecto. Te espero el viernes a las cinco.
—¡Gracias! Por cierto, prueba los profiteroles, están bue-ní-si-mos.
Las personas se retiraron conforme la comida disminuyó hasta terminarse. Entre el acalorado aire de la tarde, quedaron los restos de manteles sucios, vasos, platos desechables y junto a estos un platón de porcelana que nadie se preocupó por preguntar a quién le pertenecía.
—Pacha ¿qué haces aquí? —preguntó cuando distinguió a su hijo entre la penumbra de la sala.
—No puedo dormir —respondió acurrucándose entre los cojines del sillón.
—¿Te duele algo?
—Sí. —El niño señaló su pecho— . Dice la maestra que aquí vive el corazón. Me duele cada vez que pienso en Bella.
—Lo sé, Pachita. Yo también siento lo mismo.
—¿Por qué la gente hace cosas malas? ¿No saben que provocarán dolor a otros?
—Lo saben, pero no les importa. Muchas veces siguen los impulsos de su mente, porque su pena se transforma en enojo y creen que en esas acciones encontrarán alivio.
—Pero tú me has dicho que si me porto mal tendré un castigo. ¿Así lo recibirá quién le hizo eso a Bella?
—Quisiera decirte que sí, pero no hay manera de encontrarlo o encontrarla… Ya no pienses en eso, Pachita. —La luz intermitente de un vehículo que circuló frente a la ventana interrumpió el momento—. Mejor te llevamos a dormir antes de que se haga más tarde.
Una hora después el niño dormía compartiendo una esquina de su cama con Selina que, quizá soñando con amasar un mullido espacio, desplegaba y volvía a ocultar sus pequeñas garras. En ese momento, la quietud de la casa se quebró por el fuerte llamado en la puerta.
Con profunda calma bajó las escaleras. Antes de abrir la puerta acomodó un mechón de pelo detrás de su oreja. En sus labios se preparaba la frase ensayada que les diría: “¡Hacer eso a unas criaturitas que no dañan a nadie! Es increíble hasta dónde puede llegar la maldad de los seres humanos”.