El valiente

Colectivo Cuenteros
13 min readMay 31, 2021

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de Ernesto Toledo Grapain

La virtud de un hombre se muestra igual de grande tanto cuando evita los peligros, como cuando triunfa sobre ellos: Elige la huida o el combate con la misma firmeza de ánimo o presencia de espíritu.

Baruch Spinoza

Cuando estaban en la primaria, Indalesio y Charles se pelearon dos veces. Todos en el pueblo lo sabían porque no fueron pleitos como los que tenían los demás niños; unos tres o cuatro trancazos y lloraban o los apartaban y al rato ya estaban como amigos nuevamente. La primera vez que se pelearon fue cuando estaban en cuarto año. La maestra rompió la regla de madera en sus espaldas y ni se enteraron; forcejeó con ellos y cayó al suelo sin lograr separarlos. El alboroto llegó hasta los demás salones y fueron tres maestros quienes los apartaron. La segunda fue en sexto; fuera de la escuela. En esta ocasión ambos sangraron y fue necesaria la intervención de la policía municipal con sus tramojos. Cada uno le juró al otro que la próxima vez no viviría para contarlo. No era necesaria esa sentencia porque después de ver la saña con que se golpeaban, en el pueblo temían que cuando se encontraran siendo adultos fuera la última vez que se vieran. El encuentro tuvo un desenlace inimaginable varios años después de que salieron de la primaria.

Con su certificado en mano, Indalesio se quedó en el pueblo y Charles desapareció. Unos decían que se fue a Estados Unidos y otros que andaba vagando por el norte del país.

Indalesio trabajaba de vez en cuando de chofer de alguno de los pocos ricos del pueblo; fuera de eso, andaba en todas las cantinas de la región. Tenía un hermano de nombre Vicente. Dicen que un sábado en la noche ambos protagonizaron uno de los episodios que le dieron fama de arriesgado a Indalesio: mientras Vicente platicaba en voz alta, se reía a carcajadas y tomaba unas cervezas con tres amigos en una cantina, Indalesio departía con otro en la barra. Ya entrada la noche, dos de tres desconocidos que estaban en la mesa del fondo se levantaron, tocaron sus pistolas sin sacarlas del cinto y se fueron hacia la salida; enseguida, el tercero, cuyo corte de cabello lo delataba como militar, se dirigió a la mesa donde estaba Vicente, le colocó el cañón de su pistola en la nuca y gritó:

—¡Levántate, gallito, ya me cansaste!

Las voces y el ruido se apagaron. Cleopatra, hermana de Charles, quien estaba de mesera, no levantó de la barra su charola con cervezas. Lo que siguió fue el tronido de la mesa de lámina de la Corona cuando Vicente se incorporó, como engarrotado. Su silla chilló pausada. Sus amigos no se movieron; el militar no separó el cañón de su objetivo inicial.

—¿Quee paasa? —preguntó Vicente sin voltear a ver al militar.

—¡Toda la noche has estado fanfarroneando y dándotelas de muy hombrecito, ahora quiero ver si lo eres! ¡Saca tu pistola, cobarde, bocón! —vociferó el militar con la misma voz autoritaria de su insulto anterior—. Vamos a batirnos.

Vicente no dijo nada, levantó los brazos como zopilote sus alas al sol; su rostro palideció, su vista fija en los amigos del militar que flanqueaban la puerta principal. Nada ni nadie se movía. Segundos después, Indalesio, viendo la espalda del agresor, murmuró:

—Aguántame.

—No estás armado—, contestó su amigo entre dientes.

Como respuesta, Indalesio le apretó el brazo contra la barra y se levantó. Como felino a la caza, dio los tres pasos que lo separaban del militar y a sus espaldas le gritó:

—¡Déjalo y bátete conmigo!

Pasaron tres o cuatro segundos y el militar no sabía qué hacer. Indalesio aprovechó para enviar una seña a los amigos de Vicente, quienes se levantaron. Cleopatra alzó sus brazos con las palmas de la mano hacia arriba, al tiempo que gritó: “párense cabrones”, los demás clientes se levantaron al instante. El militar y sus amigos salieron del establecimiento con expresión de perros espantados por un tigre.

El caso se propagó como si se hubiera anunciado en las bocinas del pueblo. Se supo que el militar dijo que él estaba destacado en una misión importante, luchando contra la guerrilla de Lucio Cabañas y no había querido enfrentarse en pleititos de cantina, con desconocidos valentones. Nadie le creyó.

Si esos desplantes tenía Indalesio, de Charles llegaban noticias esporádicas con las que se hacía de fama; también arriesgándose en cualquier oportunidad que consideraba propicia. Dicen que cuando pasó el río Bravo, lo hizo el día en que estaba tan crecido que la patrulla fronteriza había dejado de vigilar.

Siete años después de haberse ido, Charles regresó al pueblo. Embarnecido, alto y con arete en la oreja izquierda. Fue en una semana en que a Indalesio le salió un viaje a la capital del país. En esos días se llevó a cabo una de las últimas corridas de cinta. Platican que Charles observaba el espectáculo de los jinetes que insertaban los aros a galope tendido. Terminada la última carrera, cuando el público se retiraba, de pronto corrieron todos hacia un lado de la hielera y puestos de dulces. Ahí, un afrodescendiente fornido de quien decían que levantaba pesas, fuereño, trabajador de recursos hidráulicos, y un albañil, de cerca de un metro noventa, se estaban dando de golpes. Charles formó parte del círculo de curiosos que se movía al compás de los peleadores. Dicen que murmuró:

—Éstos no son pieza.

Fue a la hielera donde se habían enfriado las cervezas, tomó una cubeta, la llenó de agua de hielo, caminó abriéndose paso a empujones entre la rueda, aventó el agua a los rijosos y se puso en guardia. Los peleadores bajaron los brazos, vieron a Charles y salieron del círculo por diferentes lados, sin decirle nada al joven que los retaba luciendo unos vistosos pantalones de mezclilla y una camisa a cuadros desabotonada. No fueron pocos los que dijeron que los combatientes le tuvieron miedo.

Charles dijo el día en que se fue que qué lástima que no se había encontrado con Indalesio, pero que para la próxima no se le escaparía. Cuando Indalesio regresó, Charles tenía una semana de haberse ido.

Cinco años después, Charles volvió y al día siguiente los asistentes al baile de la Santa Cruz se sorprendieron al verlo entrar a la enramada y pedirle la pieza a Victoria. Ella le sonrió y le dijo que no. Él insistió con la mano extendida. Las mamás que estaban detrás de las sillas, cuidando a sus hijas, comentaron que temieron lo peor. Los segundos se hicieron eternos y cuando daban por hecho un desenlace fatal, la mano de una amiga de Victoria tomó la de Charles. Antes de que terminara la tanda, Charles se fue del baile. Enseguida, Victoria y su madre abandonaron la fiesta. Indalesio las acompañó hasta su casa. Poco tiempo después, Victoria e Indalesio vivieron algunos años en unión libre. No faltó quien dijera que Charles estaba enamorado de Victoria, y que cuando escuchaba la canción Amor perdido rumiaba contra su rival.

Hasta aquí, esta historia es como la que nos contaban nuestros padres de sus recuerdos de niños, pero lo que siguió fue diferente. Yo estaba de vacaciones y tuve la fortuna de estar presente en su desenlace. Ese día fui a la cantina de moda con tres amigos: Oscar, Onésimo y César, este último, hijo de Indalesio. El local estaba saturado. Cuando nos íbamos a regresar salió Indalesio del fondo de la casa. Al vernos, nos consiguió una mesa y se sentó con nosotros, junto a mí. Levantó su huesuda mano derecha sin voltearse para llamar a una jovencita morena, quien estaba a sus espaldas. La muchacha nos llevó cervezas. Él agarró su cuartito y en un acto automático lo separó de la mesa, y en un movimiento rápido tiró la espuma y nos dijo:

—¡Jóvenes… salud! —Levantamos sonrientes nuestras cervezas y a una voz contestamos el brindis.

—Su nombre es Olga —me dijo—; la otra que está allá, Verónica; y la señora que anda de un lado para otro es Na Naty, la dueña.

—Ah, las conoce usted bien —le dije por atención.

—Sí, muy bien —y agregó—: Para que no te emborraches rápido, toma bastante agua. No mezcles… —y así continuó con dos o tres consejos más.

Dos de mis amigos estaban en otra plática. El otro le hacía segunda a Chente Fernández. Cuando ya habíamos tomado tres o cuatro cervezas surgió el tema ineludible: Charles.

—No se exactamente cuál es el problema, pero dicen que cuando se encuentren usted y Charles no va a haber poder humano que los detenga. Que ambos se la tienen sentenciada, ¿es cierto?

Cuando mis amigos oyeron esto, pusieron atención a nuestra plática.

—Es cierto — respondió—, hemos tenido varios piques. Quiere ser mejor que yo, y que nadie le haga sombra. Desde niño no ha habido quien me gane. A las buenas o a las malas, ya sea peleando o con viejas que he querido tener. He logrado todo; inclusive una que él quería me prefirió a mí. Es un desgraciado que no se tienta el corazón para la maldad. Ha dicho que me va a matar. A veces creo que está loco. Dicen que lo mismo piensa él de mí. Platica que cuando se muera lo entierren en su camioneta; una carcacha del año del caldo. Todo mundo supo que en un cumpleaños de su papá fue solo a media noche al panteón a tirar cuetes desde su tumba. ¿Y qué es eso de andar diciendo que quiere igual a su mamá que a su pistola?: una Smith & Wesson de la que pregona la usa únicamente con balas de plata. ¡Ése es Charles!

—Y se atreve a decir que usted está lorenzo, ¿por qué será?

—Supongo que por alguna o muchas cosas que he hecho y otras que inventa la gente… Como cuando dicen que yo maté a un hombre que amaneció ahorcado en la cárcel, cuando lo habían encerrado por haber empujado y tirado a mi papá. El tipo se colgó él solo, esa es la verdad.

—Y si se lo encuentra, ¿qué piensa hacer usted?

— Mira, él es el enchilado. No lo ando buscando pero si me encuentra me va a conocer. No por habladurías. Te lo aseguro, muchacho.

—Claro — terció Oscar—, ¿a qué le tira ese amigo?, no tiene ninguna posibilidad contra usted.

—¿Amigo? — dijo Indalesio—. Él no tiene ningún amigo y nunca lo ha tenido. Pobre Charles. Dicen que anduvo solo las veces que ha venido, y uno que otro día con algunos, porque les invitó el trago.

El puño y el oro de la esclava de César hicieron tronar la mesa. Nos vio y dijo:

—¡A mi papá no lo toca nadie! Primero tendrían que pasar por mí.

—¡Miren, con esta me basta para partirle su madre a ese infeliz! —dijo Indalesio, mostrándonos su enorme y huesuda mano derecha. Nos recorrió con la mirada y colocó su mano en la pistola que portaba arriba de la rodilla, en la parte lateral.

—Tiene años que Charles no ha venido y quizá ya no venga nunca —intervino Onésimo—. Mejor vamos a decir salud.

Todos, menos Indalesio, levantamos el cuartito. Él perdió todo entusiasmo y dijo:

—Te equivocas, Charles llegó anoche. Hoy, Cleopatra, su hermana, fue a mi casa a platicar conmigo.

—¿Y? —preguntó César.

Indalesio lo vio con indiferencia y nos dijo:

—Pobre Charles, pobre. ¿Nos vamos?.

Éramos los últimos clientes. Ya pasaban de las once y media. Caminamos callados por el centro de la calle principal: sola a esas horas. Escuché a lo lejos unos ladridos. Cuando habíamos avanzado cuatro o cinco cuadras y llegamos a la calle de N. Bravo, al asomarnos en ella vimos a mitad de calle, a menos de veinte metros, a alguien que levantó los brazos. Estiramos el cuello para escudriñar. Giramos y quedamos frente al personaje que nos había atraído. A pesar de años de no verlo, no había duda, era él, el mismísimo Charles. Expectante, lo vi a un lado de su camioneta. Con la poca luz que se atrevía a tocar su figura pude observar que tenía las piernas ligeramente abiertas y los brazos de costado. Asemejaba un pistolero del salvaje oeste: sin sombrero y con la pistola en la mano.

—¡Eh, tú, Indalesio!, ¿me buscabas? Aquí me tienes, a ver si eres hombrecito —gritó Charles.

Indalesio dio medio paso al frente.

—¡Que pasa, Charles, qué quieres! —le contestó.

—¡Déjate de pendejadas, ahorita vamos a ver qué tan valiente eres —respondió Charles.

Indalesio echó ligeramente los hombros hacia adelante, encorvó los brazos y arrastró el pie derecho hacia un lado. Mis amigos y yo continuábamos ahí paralizados. Mi vista al frente, mirando el hombro de Indalesio y al fondo la peculiar figura de Charles.

—¡Anda, saca tu pistola hijo de la chingada! Te reto a un duelo a muerte —arremetió Charles.

Indalesio hizo el cuerpo hacia atrás sin mover los pies y dijo:

—¡No traigo pistola, Charles, será otro día!

—¡No seas cobarde, perro! Sabía que ibas a rajarte. Escoge entonces la forma de partirnos la madre… A madrazos, para que no pongas pretexto.

Indalesio movió su cabeza.

—¡Otro día será, Charles, otro día será! —Dio media vuelta y se dirigió a nosotros.

—¡Vámonos, muchachos, vámonos!

Retomamos la calle principal más rápido de como veníamos. Charles continuó gritando, ahora más fuerte, insultos y retos provocadores. Recordé lo que había dicho Indalesio en la cantina sobre Charles y no entendía lo que pasaba. ¿La determinación del hombre de la Smith & Wesson lo acobardó? No parecía eso, porque Indalesio caminaba medio paso atrás de nosotros y yo lo veía sereno. El tenso era yo cargando muchas preguntas, haciendo conjeturas y a no querer, dudando de la valentía del famoso Indalesio. Pero también agradecía que aquello hubiera terminado sin problema. Habíamos caminado media cuadra cuando escuchamos dos detonaciones; las que supuse eran de la Smith & Wesson. Incliné mi cuerpo hacia adelante como hacemos cuando a nuestras espaldas nos ladra un perro.

—¡Vámonos, no pasa nada! —habló Indalesio. Nosotros volteamos a ver hacia dónde había quedado Charles.

Caminamos otras seis cuadras hasta la esquina del palacio municipal, ahí nos detuvimos y fijamos nuestra vista en Indalesio.

—Cleopatra estuvo llorando —nos dijo—. Me contó los sufrimientos de Charles y por si fuera poco, me dijo que a su hermano le quedan seis meses de vida a causa de una enfermedad que lo tiene en fase terminal. — Hizo pausa, y concluyó — . Espero que eso conteste sus preguntas.

Indalesio extendió su huesuda mano para despedirse de nosotros.

Onésimo y yo quienes vivíamos en la sección cuarta, caminamos en silencio, a mí me agolpaban muchas preguntas. Después que pasamos frente a la iglesia, le dije:

—¿Esperabas que sucediera eso? ¿Crees que se acobardó? ¿Piensas que le tuvo lástima?

—Sé que Indalesio es valiente —me dijo mi amigo, quien estudiaba el primer año de filosofía—, y si también es inteligente pudo haber pensado que la contienda no era pareja debido a que Charles estaba arriesgando, probablemente, menos días que él. Aunque también pudo concluir en que en las circunstancias actuales, Charles le debía dar más valor a los días que los que él les da.

Nos despedimos. Los ladridos seguían por el rumbo dónde habíamos visto a Charles.

Al día siguiente no fue necesario que yo estuviera en el mercado, en el molino o en las cantinas para enterarme que algunos decían que Indalesio le tuvo miedo a Charles y otros que aquello no había sucedido. Los amigos de Indalesio comentaban que el hombre de las huesudas manos y de demostraciones únicas de valentía no contestaba a sus preguntas ni tocaba el tema.

Confiado en que yo había vivido parte de la historia y escuchado otro tanto, una semana después, quise que de viva voz el mismo Indalesio me dijera qué iba a hacer o qué pensaba de aquella avalancha de rumores.

—Conmigo usted no tiene nada que perder —le dije cuando me vió en una de las esquinas de la cuadra de su casa—. ¿Podemos platicar?

—En esta ocasión no busco perder ni ganar, muchacho —me contestó al sentarse a la mesa de la cantina más próxima—. Te voy a platicar porque quiero que las cosas se digan como son, y es más fácil que le crean a un extraño que a un amigo mío. Y como ya es difícil que la gente piense diferente, puedes o no decir lo que te voy a confiar.

—Antier cargué mi 45 y me fui a casa de Charles, quería enderezar o acabar con tanto rumor, iba a ofrecerle mi mano como amigo, a darle un plomazo o a caer agujereado por su plata. La pinche Cleopatra me dijo que su hermano había estado feliz, como nunca; festejando el rumor que se había regado en el pueblo, y que con esa alegría se había ido al norte, sin saber lo que ella platicó conmigo previo a aquella noche del enfrentamiento, y para acabarla, agregó la cabrona: Lo vi tan contento, que no pude decírselo.

—Pero, eso es o pudo haber sido decisivo —intervine, impaciente.

—Sí, claro —contestó—, en ese momento pensé que todo podía cambiar para mí si esa vieja, que me cae bien, negara haberme pedido que tomara en cuenta las desgracias de su hermano. Entonces quise adelantarme y se me salió decirle: ¿De qué hablas? Nunca he escuchado de ti nada acerca de tu hermano. Creo que no esperaba eso porque le brillaron los ojos a la farsante, se sonrió, me miró y me dijo: sabía que no eras capaz de inventar una canallada. Y me guiñó el ojo izquierdo.

Nos tomamos dos cervezas más; luego llegaron sus amigos y yo me despedí.

Han pasado muchos años sin que se sepa algo de Charles. A Indalesio lo veo de vez en cuando. Hasta hoy, no había dicho nada de lo que me platicó Indalesio.

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