El niño de San Martín
de Gayne Rodríguez Guzmán
Habían pasado diez años desde que Irineo llegó al mundo. Vino con el labio superior fruncido y un hueco que dejaba ver las encías rosadas. Al ver a su hijo, Catarina cerró los ojos y lloró por un rato, aunque fue la única vez que lo hizo. Las mujeres que la acompañaban no pudieron evitar hacer un gesto al ver al niño que berreaba intentando atrapar el pezón. Para fortuna del niño y de los senos hinchados, un trapo empapado en la leche de su madre hizo las veces de nodriza y acabó con el llanto y la dificultad de alimentar al crío.
Cada vez que aparecían en el pueblo, la gente se alejaba; no sólo por su aspecto, sino por el enjambre de abejas zumbonas de rayas negras y amarillas que acompañaba al pequeño Irineo. Él se metía entre los olanes de la falda de su madre, que simulaba jugar con él a las escondidas. Por la forma en que lo habían tratado, no era de extrañar que para Irineo las personas resultaran imposibles de entender. En cambio, la lengua de los animales era la suya. Fuera un armadillo o el tlacuache que visitaba cada noche el gallinero, conversaba con ellos mientras examinaba su pelaje, patas o el largo de la cola. El niño se entendió con los seres que parecían disfrutar de su compañía y hablar el mismo idioma. El resto lo hacía su imaginación.
—El árbol nos dice lo que quiere ser. —Catarina le mostraba la manera de encontrar lo que se esconde bajo la corteza de los troncos para enseñarle a labrar los alebrijes. Después preguntaba al copal: ¿Qué eres?, ¿un jaguar con armadura de grecas escalonadas y colmillos puntiagudos, o un murciélago de alas de terciopelo? Así comenzaba a trabajar. Pasaba horas buscando las piezas para sus figuras. Tocaba los nudos, el grueso de los troncos, tomaba distancia para calcular mejor las dimensiones de la pieza. Aunque siempre supo que el aprendiz superaría al “maestro”.
Sucedió que al tercer día, las abejas que llegaron con el niño se mudaron a la parte de atrás de la casa donde establecieron su colonia. Con el tiempo, Irineo hizo un surco hasta esa parte de la casa por su costumbre de ir y venir a ver a las abejas y ordeñar la miel de la colmena: su tributo.
Una mañana, el niño se adentró hasta el sendero al que resguardaban filas de árboles de copal a buscar ramas para sus alebrijes, pues era tiempo de mostrar su don. Ejemplares de troncos anchos, ramas intrincadas y raíces profundas se alineaban en un bosque espeso. Sobre su cabeza iba la nube de insectos. El calor del mediodía llegó acompañado de una leve brisa que apenas alcanzó a mover la yerba más allá de la colina.
Cuando el sol bajó, Irineo descubrió entre los matorrales secos a una liebre de orejas rosadas agazapada entre los arbustos. Cerca de ahí, una culebra movió su cascabel al advertir su presencia. Cuando Irinero la vio, quedó hipnotizado por los diseños en la sedosa piel del reptil. Se acercó despacio hasta quedar a unos centímetros de los colmillos. Las escamas reflejaban la luz con destellos dorados, verdes y plateados que cambiaban a cada leve respiración. El animal mantenía su vista en los dedos desnudos del niño. De pronto, la liebre decidió cambiar su posición y de un salto se alejó. El reptil clavó sus colmillos en el tobillo del niño que, adolorido, se llevó las manos a la parte del pie donde dos pequeñas gotas de sangre aparecieron. El ardor subía por la pierna, quemándolo. Intentó exprimir el veneno por los huecos que dejaron los colmillos pero sólo salió un líquido amarillento. Buscó con la vista a la causante de la mordedura, que ya se arrastraba lentamente, alejándose entre los arbustos sin ninguna intención de escapar. Irineo vio cómo la serpiente sacaba su lengua partida, palpando las matas alrededor. Luego, adormilado y cansado, se recostó en la yerba y cerró los ojos.
Cuando despertó, los pies eran ligeros, como inexistentes; la piel helada, fragmentada en rombos geométricos perfectos; los músculos fuertes como fuelle de acordeón. Pero lo más extraordinario fue la sensación de que lo que antes era una vibración sin importancia en el suelo, ahora era un llamado que afloraba en toda su piel para poder sentir el agitarse de cada planta, cada arbusto. Incluso el viento le permitía sentir el movimiento más insignificante a su alrededor. Se detuvo un momento para disfrutar del olor intenso de las flores, del aire húmedo. Un ratón temeroso se metió a un agujero al verlo.
El enjambre de abejas había crecido y cubría el horizonte. Era una tempestad que formaba imágenes en el cielo: toros de astas puntiagudas cambiaban en segundos a conejos de ojos saltones, nutrias de piel sedosa y coyotes aulladores que cubrieron el cielo con formas de colores vivos matizados con los últimos rayos del sol que descendía con rojos y morados, verdes y azules, naranjas y magenta. La danza sincronizada de millones de insectos que se movían sin chocar entre ellos zumbaba una canción con el roce de sus alas.
Al escuchar el canto de los insectos, Catarina apuró los restos de miel que había en un pocillo. Se soltó el pelo, dejándolo caer por la espalda. Salió de la casa y se tendió sobre el camino para mirar el espectáculo.
Irineo, que volvía del bosque, miró a su madre que bailaba al ritmo de las abejas. Quería hablar pero de su boca salió un siseo incomprensible. En ese preciso momento, ella levantó un breve vuelo y fue a posarse sobre una flor amarilla.