Eco de voces híbridas. Parte 2

Colectivo Cuenteros
4 min readOct 24, 2019

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La luna en Estocolmo

Hay puertas y más puertas. Y detrás de cada puerta hay algo dentro.

Emma Donoghue

Esa tarde era particularmente fría. Un gélido viento levantó tu pelo. Tus ojos toparon con muchas luces, pero pudiste correr y llegar a la seguridad de la banqueta.

Tomaste unos minutos para recuperar el aliento. Luego seguiste un camino desconocido hasta llegar a un pórtico. La noche cubría el cielo. Pensaste en tu madre, en la seguridad de su pecho cálido. Ella no pudo evitar que te arrebataran de su regazo. ¿Dónde estará? ¿Se acordará de ti?

Los autos iluminan la avenida con sus largas sombras de luz. Ya no podías, ni querías moverte. Sentías frío, miedo, hambre. Escuchaste voces dentro de la casa. Los vidrios de las ventanas se encendieron y la puerta se abrió. Todo transcurrió muy rápido: ella te miró y tú a ella. Antes de que pudiera evitarlo, entraste a la casa. La puerta se cerró y te refugiaste junto a un enorme librero.

Al amanecer, la mujer intentó sacarte. No querías volver a la intemperie de la calle y corriste a esconderte en otro lugar. Los pasos de un joven te interceptaron. Creíste que él también te quería fuera, pero te observó y acarició con suavidad tu rostro. Impidió que su madre te sacara, te alimentó y dispuso un pequeño sillón para ti. Sabías que podías confiar en él.

Tus días transcurrían tranquilos entre siestas matutinas hasta la tarde, cuando el joven regresaba y gritaba “Meztli. Ya llegué”. A él no le importó tu verdadero nombre, te empezó a llamar de esta manera y tú acudías emocionada a su encuentro. Te llevaba a su habitación, donde lo veías leer, escuchar música y a veces bailar en ropa interior. Era una persona muy extraña, pero contigo era amable.

Hasta ese día que la mujer olvidó cerrar la puerta de la casa. Miraste el ajetreo de la calle, sentiste inquietud por husmear en las ventanas de los vecinos. Sin que ella se diera cuenta, saliste de la casa.

Volviste cuando el sol se ocultaba en el cielo. ¡Qué suerte! El joven ya había llegado. Pero su mirada era diferente, carecía de esa ternura con la que te trataba. Te reclamó por no encontrarte y te sujetó con brusquedad. En la intimidad de su habitación te dio un par de golpes, se marchó y cerró la puerta con llave.

La primera noche de tu cautiverio, deambulaste insomne en esa habitación. Él quiso que durmieras a su lado, pero te negaste. Lamentabas haber llegado a esa casa. Al menos en la calle nadie coartaba tu libertad.

En las mañanas, después de que el joven se marchaba, seguías buscando el modo de escapar. Habías comprobado que las súplicas no servían de nada, más que irritar a la mujer que te ordenaba que te callaras. Y pensaste que esa ventana en lo alto de la pared era una buena alternativa.

Tu primer intento fue doloroso. Saltaste al borde y aunque te aferraste con fuerza, no pudiste salir. El resultado fue tu caída sobre la mesa. Rompiste algunos papeles del joven. Cuando él volvió, tuviste suerte de que no descubriera tu intento de fuga.

Después probaste llegar a la ventana desde el clóset, pero cuando estabas por intentarlo, oíste los pasos del joven acercándose. Presurosa, saltaste al suelo justo cuando la llave giraba en la perilla de la puerta.

A pesar de que el joven era amable y cariñoso contigo, se negaba a dejarte salir. Te dijo que te quería y era el único modo de protegerte. Pero tú no estabas conforme en ese encierro. Te resignaste a llorar, muy bajito, un llanto íntimo que no importunara a nadie.

El tiempo transcurría con tu mirada en esa ventana, anhelando la infinita libertad que se encontraba al otro lado. A veces divisabas polillas que se colaban a la habitación. No descansabas hasta atraparlas y matarlas. Si tú no eras libre, nadie merecía serlo.

Eventualmente, el joven te liberó de la habitación y te permitió deambular en la casa, pero las demás puertas siguieron en permanente encierro. Una parte de ti anhelaba conocer el mundo, pero te conformaste con verlo pasar desde tu cautiverio. Él tenía razón, a su lado estabas y estarás protegida, aunque sea a costa de tu libertad.

Hoy mirabas las aves cruzar el descampado cielo azul cuando lo escuchaste decir “ya llegué”. Corriste emocionada hacía la puerta, te deslizaste entre sus pies. Él te levantó. Tu pecho ronroneaba y exhalaste ese característico “miaow” que indicaba tu hora de comer.

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