Desiluciones de mezcal
Estampa 1
¿Está bueno el mezcal?
Autor: Eduardo Salud
Lleno de mí, sitiado en mi epidermis.
J.G.
¿Está bueno el mezcal?, fue la pregunta que me hizo volver al presente. Entonces vi como los trabajadores del Panteón General terminaban de rellenar la tumba. Respondí ensombrecido: “no hay malos mezcales para estos momentos”. Bebí de golpe el primer caballito dispuesto a olvidar al miércoles, al desempleo y las calles estaban bloqueadas. El sabor y la fragancia del mezcal cubrieron las partes vacías de todo ese día. Estábamos ahí por ti, Sandra, con tus 28 años apenas vividos.
¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? Tal vez en la boda de tu hermano o en la última fiesta de la santísima María Magdalena, te vi con tu vestido de flores, llena de rubor, sonriendo a un lado de las tías, las primas y la gente del pueblo. Ese día fue la regada y te acercaste a mí, sonriendo me ofreciste mezcal, no les hagas caso me dijiste y rellenaste mi carrizo; entonces yo no sabía de tu mal, de tu cáncer.
Siento no haber tenido la fuerza para verte en el féretro, lo pienso ahora que uno de los tíos me ofrece otro caballito y mi tía Angélica (tu madre) llora frente a tu tumba. Todos me dijeron que te veías muy tranquilla, que estabas en paz, pero aquello me ofendió, ¿cómo puedes verte bien estando muerta, tan ajena y serenamente muerta?
¿Cómo ves el mezcalito? Era lo que te hacía falta, me dice otro tío mientras me ve aguantarme el llanto y mis ojos son dos pozos de un agua rebelde y alevosa. El mezcal, la tumba y la familia me hacen ir y volver en recuerdos que se transparentan y se recrean frente a mí. Aquella noche en que la tía Elvia nos llevó a la matanza, no puedo apartar de mí tu rostro infantil de doce años, la impresión de la muerte sometía tus gestos, tomaste mi mano y dijiste primo, entonces la tía Elvia hundió su cuchillo carnicero en lo profundo de aquel animal sometido. Nos paramos junto al cadáver y en la sangre derramada vimos nuestro reflejo, éramos dos sombras en la profundidad carmesí de la muerte.
Ese mismo día supimos a qué sabía el mezcal y el espanto. Mi abuela Toña nos rameó en el patio de la casa, no estabas acostumbrada a las rutinas del pueblo y yo era demasiado torpe para advertirlo, mi abuela nos escupió el mezcal en la cara y los dos comenzamos a llorar.
Tu hermano acaba de acercarse para ofrecerme otro mezcal, este es arroqueño, me dice, y yo comienzo a sentir que nos alejamos de tu entierro y comenzamos la celebración de haberte conocido; inevitablemente me uno al llanto de toda la familia, ¿por qué tenías que morir tan joven?, me pregunto mientras el aire de febrero sacude todas las ramas y golpea la verdinegra cantera del Panteón General. ¿Cómo contarte todo esto que sucede mientras tú habitas el subsuelo, el submundo, el inframor de la historia de nuestra familia?
Poco a poco la tarde cae y el mezcal va traduciendo las emociones, mi tío Fidel (tu padre), le ha pedido al mariachi que toque Un puño de tierra, cuando comienzan a tocar me percato de que las tías también beben y no dejan de abrazar a tu madre. La tarde se cubre de nubes grises que bajan del norte y que todos sentimos como la presencia irrefutable de tu muerte. Una nube como un trago de mezcal, una nube para anclar el deseo de traerte a nosotros prima chula, primita, 28 años como 28 caballitos del mezcal más puro y transparente para acercarnos a ti, para elegir el día y la hora en que podamos adivinar tu sonrisa, tu malhumor o el calor de tus manos. Una nube para intentar dibujar la brevedad de tu rostro, de tu cara mínima de facciones y delirios.
¿Otro más?, me preguntan y no lo dudo, mi caballito cobra vida y me susurra lentamente que te has ido, que todo lo que sucede no es un sueño, que el llanto de tu madre y las tías es un golpe que suavemente abre una grieta en lo real, en lo sanguíneo, en lo finito.
Estampa 2
Ningún licor me sabe a ti
Autor: Antonio Asunción Pacheco
— Despacio, sobrino, el mezcal es traicionero.
— No más que una vieja cabrona — dice Magdaleno. Se empina el vaso.
— Estás muy chamaco. Te falta vivir.
— Pero ya quiero empezar, si no dónde la gracia, pues.
El rumor del río suena entre canción y canción. La anciana cantinera vuelve a llenar los vasos. Nadie ocupa las otras cuatro mesas de plástico. Paredes de ladrillos rojos. Guaraches sobre tierra apisonada. Luz amarilla de un foco en cuyo ladrón la cadena se extiende con un cordón que se balancea sobre sus cabezas.
— Esta es su primera borrachera — le dice el tío a la cantinera — . Se le fue viva la primera paloma.
— Y yo a la espera de un último pájaro. Cosas de la vida.
La cantinera cambia de mano la botella e intenta acariciarle el cabello a Magdaleno; él chasquea la boca y ladea la cabeza.
— Todo hace olvidar el mezcal, menos las ganas de amar — dice ella. Suspira y vuelve a su lugar tras el mostrador de madera.
— Ya está muy vieja para andar coqueteando — murmura Magdaleno.
— Esa cosita de allá abajo no sabe de edades. La mujer era muy buena haciendo lo suyo.
Magdaleno bebe apurado. Canta. Promete olvidar a Oralia. Después promete volver a buscarla. El vestido corto de Oralia. El olor a jabón palmolive del cuello de Oralia. Los pechos suaves y tibios de Oralia. Las ansias de hacer lo que a toda hora imagina. El tío le hace una seña a la cantinera, le pide que los acompañe. Ella llega con la botella y la empuja al centro.
— Hasta los veinte tuve yo mi primer revolcón — dice el tío.
— No me acuerdo a qué edad tuve yo el mío — dice la cantinera — . Pero espero que no haya tenido ya el último.
— Eso es como el mezcal, después de probarlo quieres más y más.
— Todos mis amigos ya — alega Magdaleno.
— Los míos todos muertos. Y yo no tardo, pero quiero irme satisfecha.
Las horas se deslizan entre tragos, palabras a gritos y canciones. El tío avisa que va al baño y se dirige al patio dando traspiés. Magdaleno le narra a la cantinera las veces que estuvo a punto de hacerlo con Oralia, pero ella se arrepentía en el último momento y al final lo dejó por otro que conoció en un baile. Recibe una palmada, y un chorrito de mezcal en el vaso.
— Es sabroso este de gusanito, ¿no?. Pero ya te dije que bebas despacio, niño, que el mezcal es para hombres.
— No regresa mi tío.
— Se habrá dormido allá afuera o ya se fue. Déjalo. — Se acomoda los mechones blancos tras las orejas. Le desliza el dedo medio por el brazo.
— Se nota que de joven fuiste muy bonita — Su cabeza se balancea.
— Lo sigo siendo cuando apago la luz.
El viento abre la ventana. Magdaleno cambia su atención a los agaves del patio.
— ¿Apago el foco? — pregunta ella sosteniendo el cordón sobre su cabeza.
— Sí — Saborea el mezcal mirándola otra vez fijo a los ojos — . Hace chula luna.
— Entonces hay que cerrar también la ventana — dice en el tono de un secreto.
A lo lejos, los perros ladran impacientes. En la rocola, Bronco canta Sed.
Estampa 3
Mezcal y deseo en una copa de cristal
Autora: Liana Pacheco
Existía una cantina a simple vista ordinaria, con mesas, sillas oxidadas y una barra de madera tras la cual guardaba botellones repletos de mezcal. Decían que la dueña del lugar practicaba brujería, ella refutaba que solo vendía mezcales de sabores: de ruda para la cruda o de poleo para el mareo. Cuentan que el día que le avisaron que su hijo y su nuera fallecieron, ella preparaba mezcal de cedrón y sus lagrimas cayeron en la botella. Cuando los clientes lo probaron, se sintieron eufóricos y bebieron hasta terminar las garrafas. Pero esta no es la historia de la bruja del mezcal, ni de su nieta que quedó a su cargo. Es la historia de una mujer que frecuentaba esa cantina atraída por el sabor y reputación de misticismo en esos mezcales.
Se llamaba Perla. Pintaba su cabello de rubio y sus labios de color rojo. A la dueña de la cantina no le agradaba su presencia, pero sí el dinero que sus acompañantes pagaban por el mezcal endulzado con cascara de naranja, favorito de Perla.
Un día que la cantina no tuvo ningún cliente, la dueña se retiró a dormir temprano. Dejó a cargo a su nieta Rafaela de dieciséis años.
Rafaela estaba tras la barra cuando llegó Perla. La joven sonrió, admiraba el espíritu de libertad con el que esa mujer dirigía su vida. En ausencia de un acompañante, Perla pidió solo una copa de mezcal de naranja.
— Tus dientes se mancharon del labial rojo — dijo Rafaela al entregarle la copa de mezcal y una rodaja de limón con sal de gusanito de maguey.
— Es que yo soy una ahuianime.
— ¿Qué es eso? — preguntó Rafaela.
— Algo sagrado. — Acercó el vaso a su nariz, inhaló el aroma y bebió todo de un sorbo. Sus ojos se clavaron en la cruz del fondo del vaso — . Mi padre decía que era mi destino, lo repetía cada noche cuando entraba a mi cama… y a mi cuerpo.
Rafaela no supo qué responderle y rellenó el vaso de mezcal.
— Va por la casa — dijo — . ¿Y qué hacen las ahui…?
— Las ahuianime somos mujeres de una época pasada. Cubrimos nuestro rostro con tinta amarilla y los dientes con grana cochinilla. Nuestro propósito es satisfacer a los guerreros o a los que serán sacrificados. Esos sí son hombres dignos, aquí debo conformarme con borrachos. ¡Anda, bebe!
Perla acercó a Rafaela la copa de mezcal, la bebida tenía un color rojizo por el contacto con los labios de la mujer. Rafaela bebió todo y llenó de nuevo el vaso.
— Por eso vengo aquí — continuó Perla — , dicen que tu abuela tiene sangre de bruja. Voy a embriagar mi cuerpo con este mezcal y regresaré, como la ahuianime que soy, a los días que ofrendábamos sacrificios al Dios del sol y la guerra.
Rafaela suspiró y bebió de la copa de mezcal. La joven sintió que su sangre enardecía y cuando miró a Perla, se sorprendió: el rostro de la mujer, antes pálido, se había tornado en color amarillo y sus dientes oscuros por la grana cochinilla.
— ¡Eres una ahuianime! — Dijo Rafaela.
La visión de Rafaela fue interrumpida cuando la puerta se abrió.
— ¡Perla! Mi amor. — Era el Cancionero, cliente habitual de la cantina y de los brazos de Perla.
— Un litro de mezcal de naranja para la dama — pidió.
Puso su mano sobre las nalgas de la mujer y ésta le respondió con un beso.
Ambos se retiraron a una mesa al fondo de la cantina y el Cancionero, haciendo honor a su mote, entonó: “Si mis ojos no me mienten, si mis ojos no me engañan, tu belleza es sin igual”. Perla contoneaba su cuerpo al compás de la melodía y de las manos que estrujaban sus caderas.
Después de llevarles la botella de mezcal, Rafaela volvió detrás de la barra y bebió lo que quedaba del mezcal manchado por el labial de Perla. De nuevo, aquel torrente cálido fluía en sus venas y miró a la pareja al fondo.
El Cancionero sujetó el rostro de Perla y fundió los rojos labios con los suyos. Desabotonó su vestido y sus manos recorrieron ávidas ese cuerpo femenino hasta que la ropa que la separaba de la desnudez terminó en el suelo. El hombre vio la botella de mezcal y lo derramó sobre los pechos de Perla, su boca saboreó la piel húmeda de sudor y mezcal de naranja.
El mezcal enardeció la sangre de los que estaban en la cantina, incluida Rafaela, que, mientras los miraba y bebía el mezcal de naranja, era partícipe de su placer. Perla se transformó en un ser anhelante de pasión y la joven vio que el rostro de la mujer, de nuevo, se coloreó de surcos de tinta amarilla y sus labios rojos se atiborraban de mezcal. El líquido derramó sobre su cuello y la sedienta lengua de su amante las limpió. Sin demora, el hombre desabrochó su pantalón y colocó encima a Perla, ella lo rodeó con sus piernas y su húmeda intimidad lo recibió exhalando gritos de placer y dolor. Rafaela temió que despertaran a su abuela, por suerte, eso no ocurrió y se deleitó al mirar la danza erótica de Perla, sus senos sacudiéndose y su cabello rubio cayendo en su espalda. La mujer desahogó el éxtasis de su cuerpo en un ronco gemido, casi al mismo tiempo, los dedos de Rafaela alcanzaron la cumbre de su placer.
La pequeña cantina resplandecía con el brillo que emanaba el cuerpo de Perla, en su piel deslizaron gotas de sudor con aroma de mezcal de naranja que perfumaron todo el lugar. El aire se tornó denso y la luz, cada vez más intensa, cubrió totalmente el cuerpo de Perla. Rafaela estaba pálida e inerte ante lo que ocurrió, cuando de manera precipitada la cantina quedó a oscuras y sus ojos cedieron al cansancio.
Transcurrieron algunos minutos y Rafaela despertó al escuchar que alguien se acercaba. Era el Cancionero, colocó un par de billetes arrugados en la barra, miró a Rafaela e inclinó la cabeza con gesto respetuoso antes de salir.
— ¡Chamaca! Apúrate a cerrar y limpia las mesas. — El grito la sobresaltó.
— ¡Sí, abue! — respondió.
Rafaela se extrañó de que Perla no saliera y se dirigió a buscarla. La mujer no estaba en ningún rincón de la cantina, ni en el baño; incluso la joven salió y vio en la calle la silueta tambaleante y solitaria del Cancionero. Cuando ella regresó, observó que en el suelo estaba la ropa de Perla cubierta de fino polvo rojizo.
Rafaela sonrió, suspiró y se deleitó con el aire aún perfumado a mezcal de naranja.