¿Dónde esta Yenny?
Por Ainda Dobarro
El Víctor llegó tarde, pasaba de las doce. Matilde ya estaba en el catre, pero al pendiente de que él apareciera. Estaba inquieta por saber cómo venía, aunque sabía que los jueves, después de cobrar, se emborrachaba y llegaba a la casa haciendo escándalo, tirando cosas, vomitando en cualquier rincón. A sus casi cuarenta, a Víctor le faltaban dos dientes y empezaba a perder pelo, pero no tenía canas y todavía estaba fornido.
— A ver vieja jija, ¿dónde está Yenny? — preguntó con la lengua torpe de la embriaguez — . Yenyyyy.
— Se quedó con mi mamá — dijo Matilde titubeando — . Porque se sentía mal, se quedó allá pá cuidarla.
— Entonces tú me vas a explicar por qué la vi en una esquina fajando con el cojo.
— ¿Con quién?
— ¡Con el cojo!
— ¿A poco? Pos yo no sabía…
— No te hagas la mensa. Que se revuelque con quien se le dé la gana, pero ¿¡con el cojo!? Hazme el cabrón favor. Iba manejando el camión cuando la vi, porque si la agarro a pie le pongo una putiza.
— Pos total, si le gusta el inválido es cosa de ella.
— ¿Qué dijistes, pendeja? — La agarró de los pelos.
— ¡Déjame desgraciado! — gritó Matilde mientras Víctor la arrastraba fuera del catre — . Ultimadamente, mejor cojo que borracho.
— Orita verás lo que es un borracho que está entero. — Y le asestó dos patadas.
— Pégame pues, pero te lo digo en tu cara: mejor cojo que borracho.
La levantó del piso y le dio una bofetada que la volvió a tirar. Luego Víctor se echó en el catre refunfuñando y se durmió, roncando con la boca abierta. Matilde se limpió la sangre que le salía de la nariz, se asomó al cuartito de a lado y desde la puerta se llevó un dedo a la boca para indicarle a los niños que no hicieran ruido.
— Cállate manito — le dijo Yenny a su hermano menor, casi en un susurro — . Si nos oye nos va a ir mal a todos.
— Cállate tú. Todo esto fue por culpa tuya.
— ¿Sí? ¿Ayer también fue culpa mía? ¿Y antier? ¿Y toda la vida? Él es el que siempre se mete conmigo, ya me tiene harta.
Martín le dio la espalda y se acurrucó en su esquina de la cama. Yenny abrazó a la bebé que estaba entre los dos, más por miedo de que empezara a llorar que por ternura.
En la mañana, todavía con la cara hinchada, Matilde preparó el café.
— Este café está horrible — dijo Víctor — , casi tanto como tú, aguado y sin chiste.
Aventó el café al fregadero y agarró su chamarra.
— Y donde me vuelva a encontrar a la putita de tu hija con ese infeliz, los mato a los dos, ¿me oístes? Y luego vengo por ti — dijo antes de salir dando un portazo.
Matilde entró al cuarto de sus hijos.
— Ora pues, Martín, ya despiértate mijo. Yenny… ¿dónde está Yenny?
— No sé — contestó Martín adormilado — . Pero llévate a esta escuincla, apesta a que está cagada.
Matilde le cambió el pañal a la bebé, la cargó con un rebozo para irle dando el pecho y salió al patio a ver si su hija estaba en el baño, pero estaba vacío. Regresó al cuarto y se fijó en que la ventana que daba a la azotea estaba entreabierta y en que no estaba la mochila ni la ropa de Yenny. Entonces dejó a la niña y agarró a Martín.
— ¿Cómo que no sabes on tá tu hermana? Muchacho estúpido. — Gritaba Matilde mientras lo zarandeaba de la cabeza.
— No sé, te lo juro. Ayer cuando llegó Víctor estaba aquí conmigo.
— No le digas Víctor, que es tu padre — dijo dándole un zape en la nuca.
— No es mi padre y… — Otro zape.
— Aunque sea de crianza, es tu padre y lo respetas.
— La Yenny dijo que se iba a largar con su novio y todo por Víctor.
— No digas mentiras, mocoso malcriado. ¿Cómo se iba a ir así, sin decirme nada?
Bajó al patio de la vecindad y se tapó media cara con el rebozo tratando de que no se le viera el labio partido. Algunas vecinas que estaban haciendo fila para llenar de agua sus cubetas voltearon a verla, pero Matilde se dirigió a la portera.
— Buenas, doña Petrita. Oiga ¿no vio salir a mi Yenny?
— ¿Pos que no se va temprano a la secundaria? — dijo doña Petra sin dejar de barrer.
— Sí pero… ps no tan temprano.
— Mmm no se haya juido con su galán.
— ¡Cómo cree, doña Petra!
— Ojalá y no. Mírate a ti, cómo te dejó el tuyo. Se ve que te dio unos besos de trompa.
— No sea metiche. Necesito encontrar a mi niña.
— Pues intenta con esas muchachas ¿que no van a la misma escuela? — dijo doña Petra señalando un grupo de adolescentes que caminaban hacia la salida.
Matilde se acercó a unas niñas que traían el mismo uniforme que usaba su hija y sin ocultar su desazón les preguntó si sabían algo de la Yenny
— No,seño. ¿Por?
— Porque en la mañana no estaba en el cuarto, ni en el baño, ni en el patio. Tampoco estaban sus cosas — agregó bajando la voz.
Las niñas se veían unas a otras y levantaban los hombros.
— Hace unos días andaba muy contenta y me platicó que tenía un buen plan — dijo una — , pero no me explicó de qué. Y nos disculpa, pero si no nos apuramos nos cierran la puerta.
Matilde regresó y se encontró a Martín parado en la puerta.
— Tengo hambre — dijo el niño.
— ¿Ah sí? — dijo ella.
Lo empujó de regreso al cuarto y le dio dos cachetadas.
— ¿Tiene hambre el niño? — Agarró el mecate y le dio unos riatazos. Martín se agachó pero no logró esquivarlos — . Pues hoy en vez de ir a la escuela, se me va a la esquina con los panchos, a limpiar vidrios hasta que saque pa su taco, por… ¡por descuidado!
— Por favor mamá, no me gusta ir con los panchos. Por favor, perdóname, no lo vuelvo a hacer.
— Claro que no lo vuelve a hacer, si ya no tiene hermana a quien cuidar. — Le arrancó el suéter del uniforme y la mochila. De un brazo lo puso en el pasillo con un bote de jabón y una franela y cerró la puerta de la vivienda. Martín bajó las escaleras en silencio.
— Tu mamá está re loca — le dijo doña Petra — . Ven, te doy un atole.
Martín negó con la cabeza.
— Toma, pues — le dio tres pesos — , aunque sea cómprate un pan. Tú qué culpa tienes. Todo por la zorra de tu hermana. Y no sé qué tanto le llora tu mamá porque te apuesto que en cuanto el cojo ése la deje panzona ahí la va tener de regreso y con pilón.
Martín tomó las monedas e hizo el intento de alejarse, pero la vieja lo tenía agarrado de un hombro.
— Y bien sé que el problema no es solo tu mamá, sino el maldito que tienes de padrastro, obsesionado con esa niña.
Martín se soltó de la portera y se fue caminando despacio hacia la salida. Le chifló a Lucho, el perro callejero que se quedaba a dormir en la puerta de la vecindad y todos los días lo acompañaba a la escuela. Se podría decir que era su mejor amigo, pero esta vez no se movió de donde estaba. Ni por la amistad de Martín, Lucho iba a abandonar la bolsa con huesos que encontró en la basura.
— Pinche perro. Pinches panchos.
Se acercó a la esquina donde estaban los limpiavidrios.
— Qué ondas mi Martinillo — dijo el pancho mayor — . Qué bueno que hoy vino a trabajar como la gente decente. Lástima que no trajo a su hermanita. — E hizo el gesto de saborear algo.
— Vete a la verga — contestó el niño.
— ¿Mmm, así nos llevamos? Era broma wey.
— Pero ya en serio, — dijo el otro pancho — ¿dónde está la Yenny?
Los limpiavidrios se rieron. Cuando se puso el alto y se disponían a abordar los coches, llegó Lucho moviendo la cola.
— Ahora sí quieres jugar ¿no? Pues te vas a la chingada. — dijo Martín haciendo al perro a un lado.
El perrillo insistió, brincandole por la espalda.
— Ya me rasguñaste, perro idiota. — Le dio una patada tan fuerte que el animal aulló y los demás dejaron de reír.
— ¡Orale orales! — Volvió a decir el pancho mayor.
— A ti qué te importa — le dijo Martín mientras jalaba al perro de la cuerda que traía en el pescuezo.
— No se pase chamaco.
En un intento por zafarse, Lucho le mordió la mano y Martín, enfurecido, arremetió contra el animal. Le pegó en el hocico, en la panza, y con la última patada, el Lucho fue a dar a la mitad de la avenida donde una camioneta le pasó por encima. Se oyó como le crujieron las costillas.
— Mira nomás lo que hicistes.
— Se lo merecía — dijo Martín con la mirada fija, los ojos inyectados — por… descuidado.