Caso Rubí
Texto: Ainda Dobarro. Ilustraciones: Martha Sánchez
Dejo un momento mi trabajo en la computadora y abro la ventana que da al patio para fumar un cigarro. Las nietas de Conchita (la señora que me ayuda con la limpieza del departamento) están jugando con una Barbie. La visten, la peinan, la hacen caminar. Hasta que la grande (digo, grande de ocho o nueve años) agarra la muñeca, la rompe y avienta los pedazos por todos lados. Me ve y se va del patio diciendo: ¡¿Qué?! La más pequeña recoge las partes del cuerpo de plástico, seria pero sin llorar. Apago mi cigarro y salgo a ayudarle.
— Hola, Esmeralda. — Por todo saludo me da el tronco y el brazo rígido del juguete para que lo inserte en el orificio que corresponde al hombro, y luego me dice:
— A mi mamá le cortaron la cabeza.
El comentario me saca mucho de onda. Pienso que está bromeando o que los niños de ahora ven mucha violencia en la tele (sé que sería una broma muy macabra para una criatura de esa edad, pero no se me ocurre otra cosa). Apenas las conozco porque Conchita viene cada quince días y hace poco que me pidió chance de traer a Perla y a Esmeralda.
— ¿Por qué dices eso? — Antes de que la niña abra la boca, oigo la voz de la señora.
— No, si lo peor es que sí es cierto, joven. No tiene ni dos meses que me mataron a mija.
Me quedo de una pieza. No sé qué decir. Torpemente le pregunto qué pasó y ella me recuerda la quincena en que no vino.
— Pues fue por eso. Fue el maldito de su marido. Ex-marido, porque ya ni estaban juntos.
— Lo siento mucho, Conchita. Qué terrible. O sea que fue un feminicidio.
— ¿Femi… qué? No, joven, le cortó la cabeza, el muy desgraciado.
Miro a la niña que a su vez me está viendo con cara de “te lo dije”.
— Qué pena. Yo… no sabía.
— No, pos cómo iba usted a saber. Yo andaba tan agüitada que ni para contarle que un día llegué a la casa y las niñas me dijeron que su mamá no estaba. Que no la habían visto en toda la tarde. Se me hizo muy raro porque habíamos hablado de no dejar a las chamaquitas solas, por si regresaba el hombre ese.
— Es mi papá — dice la niña.
La aclaración me deja helado. Siento que lo mejor es sacar a la chavita de aquí; aunque nieta y abuela hablan del asunto con todas sus letras, sin eufemismos. Deduzco que Esmeralda sabe todo, pero a mí me pone muy tenso, ya no digo referirme al tema como ellas, sino tan solo oírlas.
— ¿Por qué no vas a buscar a tu hermanita?
Conchita y yo entramos a la cocina y pongo en la mesa la muñeca que la niña me dio para que vuelva a armarla.
— Y… ¿por qué fue? ¿Estaba celoso? ¿Drogado? — Sigo con mis preguntas a pesar de que la conversación me tiene muy incómodo. Ni modo de dejar a Conchita sola, se ve que tiene el tema en la punta de la lengua — . ¿Ya tenían problemas?
— Uy sí, él era bien borracho y seguido le pegaba, — dice sin dejar de trapear — desde que eran unos mocosos, porque él la perseguía desde que tenía quince. Luego cuando Rubí ya se decidió a dejarlo y se vino a mi casa, la amenazaba con robarle a sus hijas. Ese día cuando llegué y no estaba, tuve una corazonada. — Mueve el trapeador como si quisiera desmanchar algo que ve más en su mente que en el piso — . La busqué con las vecinas y nadie la había visto. Fui a la estética donde trabajaba, pero el dueño me dijo que se había ido temprano. Y una como que siente, ¿sabe? Entonces fui corriendo a buscar a mi hermana. Acompáñame, le digo, es que la Rubí no está por ningún lado y ya estoy con harto pendiente. Ella, cálmate, dice, a lo mejor fue a hacer un mandado y nomás se le hizo tarde. Pero me hubiera avisado, le digo, y además no contesta su teléfono.
— ¿Y la familia de él?
— Pues mi hermana y yo fuimos a la casa de sus parientes y nos dijeron: no, por aquí no se han visto, ni el Chente ni su hija; y no venga a armar problemas, vieja loca. Hágame el favor. Si ellos son los que están todos locos. Desde niñito su mamá lo dejaba viviendo en la calle, porque ella se dedicaba a la puteada, ¿no ve? y se desparecía por temporadas. A mí me daba pena el escuincle y muchas veces le di de comer, pero me salió el tiro por la culata cuando se metió con mi Rubí. Y yo, déjalo, mija, es mala cabeza. Pero ella no podía quitárselo de encima.
Más por ansias que otra cosa, sigo armando la muñeca, logro ponerle los brazos y articularlos. Me fijo en que no es Barbie (como si tuviera importancia), sino una versión pirata, y en que está sucia y vieja.
— Supongo que hicieron una denuncia.
— Pos sí, joven. Después de una noche en vela, espera y espera, al día siguiente fuimos al MP. Pero sirvió para dos cosas. — Conchita deja el trapeador y se pone a fregar los sartenes (lo hace con tal ímpetu que parece que le quiere quitar el cochambre al sistema de justicia) — . Me dijeron que había que dejar pasar no sé cuántas horas, que igual y se había ido por su gusto. Y yo le suplicaba: por su mamacita oficial, yo sé que mi hija no dejaría a sus niñas solas. Y él me contestaba que las mamás nos ponemos histéricas, y que los hacemos movilizar sus unidades para que a la mera hora la dizque secuestrada vaya apareciendo tan campante.
— Híjole. Qué impotencia.
— No, joven. Qué chingadera. Si pa´ eso les pagamos y ahí están sentadotes en la delegación. — Agarra un trapo y con la mirada extraviada, limpia, limpia, limpia varias veces la misma cosa, primero la estufa, luego la alacena — . Lo más que hicieron fue levantar un informe: que a las dos salió de su trabajo, que iba vestida con pantalones de mezclilla y una chamarra morada, que tenía un lunar en la frente y su pelo largo y negro (se le quiebra la voz) Le pusieron Caso Rubí.
— Y ¿pedir ayuda en otro lado? ¿Alguna organización, alguien de la sociedad civil? (Ya sé, yo y mis preguntas obvias).
— Pos no sé quiénes son esos. La verdad, no conocíamos a nadie. Pero no me iba a quedar de brazos cruzados. Como yo sabía que el Chente por temporadas trabajaba en unas ferias allá por Los Remedios, que le encargo las niñas a mi hermana. Y ella: no vayas, dice, es muy peligroso, espérate a que te acompañe la poli. Pero yo ya tenía hartísimo miedo de que le fuera a pasar algo.
En una especie de compulsión, sigo arreglando la muñeca, que ya tiene brazos y piernas, y me aseguro de que giren en su articulación.
— ¿Se fue a buscarlo… sola?
— ¿Con quién más? Mi esposo también decía que al rato iba a regresar con otro domingo siete. Igualito que los policías. Y que si el Chente le daba sus trancazos, era porque seguro ella lo provocaba. — La mujer moja el trapo y lo exprime con fuerza, tres, cuatro, diez veces; lo retuerce como si fuera el pescuezo de su yerno, del marido, del policía — . Con decirle que para poder acercarme me vestí de payaso. Fue idea de mi hermana; ella tenía el disfraz de uno de sus hijos que hacía maromas en el crucero. Me fui hasta las ferias con la peluca rosa y la narizota colorada. Y que lo encuentro.
Me cuesta trabajo imaginar a esta señora en el rol de payaso investigador. Ni siquiera puedo calcular su edad. Por primera vez deja lo que está haciendo, se asoma a ver a sus nietas (que otra vez juegan en el patio, ahora con un gato que no se deja agarrar), se sienta y sigue.
— Lo anduve siguiendo dos días. Vi que todo el tiempo andaba solo. En la tarde del segundo día se metió mucho rato en un cuarto de lámina que estaba más lejos, junto a los tiraderos de la feria. Me esperé varias horas escondida, espiando, y cuando vi que salió, que me meto. Lo primero que me dio mala espina fue el olor a rancio, como a podrido, pero me hice a la idea de que eran los basureros. Entonces me asomé por ahí atrás y vi el bulto en una cobija. Y cuando lo empiezo a abrir que veo los zapatos y el corazón me da un vuelco y se me va el aire. Casi me desmayo. Y luego vi sus pantalones manchados de sangre, y su chamarrita morada toda rota.
A Conchita se le escurren las lágrimas. Yo tengo en una mano el cuerpo rehabilitado de la muñeca y en la otra la cabecita de pelos enmarañados, con la cara sucia y los ojos mal pintados.
— De lo que pasó después casi ni me acuerdo. Así de atarantada y destrozada me quedé. El Chente se escapó. Le hablé a mi hermana. Llegó con el MP y nos regresamos con mi hija en cachos. Ahora me hago cargo de éstas y no me les despego, no vaya ser el diablo.
Inserto el cuello de Barbie en el torso, la dejo en la mesa y abrazo a Conchita. En eso oímos a Esmeralda gritando desde el patio y vemos que Perla, con los ojos idos, tiene al gato agarrado por el cuello, a punto de asfixiarlo. Lo suelta y dice:
— ¡¿Qué?!