Ahorradores

Colectivo Cuenteros
5 min readJun 21, 2021

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Eduardo Ismael

De todos los lujos concebibles, la muerte, bajo su

forma inevitable e inexorable, es la más costosa

Bataille

Cuando me mira así, manchado de sangre, seguro tiene una respuesta. Déjeme explicarle entes de tomar una decisión apresurada. Todo fue por ahorrar, sí, déjeme explicarle. Todo fue por ahorrar.

Ese día, cómo se llama, olvido con frecuencia el nombre. Qué más da. Ese día Lucía tenía mucha comezón en la vagina. Despertó oliendo como si tuviera una lata de atún descompuesta, una lata barata, de las que conseguimos al dos por uno porque se encuentra punto de caducar y Lucía tiene que pelearse con la encargada para que le den permiso de vendérnoslas a diez centavos que luego se vuelen cinco por mi descuento de maestro. Esas latas duran fácilmente seis meses más de lo que uno lee en la fecha de caducidad. Una pena cuántas latas caducas se pierden sin un trato especial. Lucía despertó oliendo a lata podrida, ya lo había dicho. Entonces trató de disimularlo y el olor fue insoportable.

Fuimos al Simi que está aquí enfrente, cruzando la calle. Nos dijeron que habían subido cinco pesos la consulta y decidimos preguntarle a la muchacha que atendía qué compraban para las infecciones vaginales y nos quiso vender unas pastillas y una crema. Al final sólo compramos aspirinas sueltas, de las de dos pesos, porque Lucía dijo que podía aguantarse para ver si se curaba sola o la aspirina le ayudaba, todo con tal de ahorrarnos un poco de dinero.

Una noche después y con Lucía ya con fiebre, me percaté de que me había aparecido un salpullido en todo el glande. A Lucía comenzó a escurrirle de la vagina un líquido transparente, pero sin olor. Nos miramos directo a los ojos sabiendo la solución: Lucía se levantó y fue directo por nuestra caja de cupones de emergencia, que guardamos bajo la cama.

“Fuimos al Simi que está aquí enfrente, cruzando la calle”.

La caja roja debía contener una respuesta. La abrí y tomé directamente el paquete de cupones de farmacia: teníamos descuentos para mejoralitos, muestras gratis de Ibuprofeno y de hilo dental; también había cupones para comprar jeringas y cubrebocas. Encontré una muestra de crema para fuegos bucales, pero en ningún sitio de la caja aparecían cupones para infecciones vaginales o de genitales en general.

Lucía vio la muestra minúscula de crema para fuegos y leyó las instrucciones hasta que en voz alta pronunció H-E-R-P-E-S. Fue directo al baño y al volver sentenció que si la crema no les hacía daño a los labios tampoco afectaría su vagina.

Preocupados nos sentamos en la sala y le mostré unos cupones de descuento de comida para peces que había en el fondo de la caja. Entonces Lucía decidió que fuésemos con su primo el veterinario.

Cuando llegamos al veterinario Lucía platicó son su primo hasta el punto de llevar la conversación a donde ella quería: saber si las medicinas para peces servían para humanos. Entonces su primo le contó la historia de un compañero de la universidad que se curaba las infecciones con medicinas para peces cuando se quedaba sin dinero y eso fue suficiente para que Lucía le pidiera a su primo esas mismas medicinas. Sólo no te tomes más de cinco gotas al día le dijo su primo mientras reía y yo le decía ya ves cómo es tu prima, le encanta ahorrar y a mí también.

Salimos de la veterinaria emocionados por las cuatro cajas de muestra de Manacil. Llegamos a casa y Lucía se desnudó en el baño. Dejó la puerta abierta y pude verla sentada orinando y mordiéndose el labio. Mira, aquí dice que las gotas se ponen en agua, le dije después de leer la caja y volver a verla mientras abría las piernas y se introducía el gotero. Me arde, me arde, no me importa, es para peces, no creo que unas gotas de más me hagan daño. No le dije nada, pensé que si funcionaba quizá podíamos coger esa noche.

“Salimos de la veterinaria emocionados”.

Discúlpame, en verdad, cuando hablo de coger no lo hago por vulgaridad. Debe usted saber que para ahorrar hay que coger. Esa noche dormimos desnudos porque la irritación era insoportable. En la mañana Lucía intentó producirme una erección, pero el ardor me hizo sangrar, entonces me escupió para lubricarme, pero en el primer momento en que nuestros genitales enrojecidos tuvieron contacto el cuarto comenzó a oler a peces podridos. Mi glande y sus labios vaginales ahora tenían ronchitas con puntas blancas que supuraban un líquido espeso y rojizo. Nos aguantamos las ganas con miedo y dolor. Intentamos hablar de algo, pero no pudimos sostenernos despiertos.

No recuerdo haber visto esa cara en Lucía, la de quien inicia un trance, un trance sin retorno. Entonces Lucía, olvidando el hedor de su propia podredumbre me abrazó y susurrando me dijo que teníamos muestras de helado en el congelador. La vi abrir el refri y vi los vasos.

Lucía y yo guardábamos todas las muestras de las heladerías en un vasito de unicel hasta dejarlo medio lleno. No lo hacíamos seguido porque en la Michoacana comenzaron a pegar nuestra foto denunciando que nunca comprábamos nada, así de insoportable es la gente que vive en el Centro.

Las joyas de unicel eran para momentos especiales. Nunca se sabía qué sabor te iba a tocar. Lucía trajo un vasito con escarcha incluida, el sabor ya se había impregnado del olor de la carne de res congelada y de las sobras para el gato; el sorbete, la tuna y la vainilla sabían a un hielo rancio y envejecido. Sonreí de todos modos y le dije a Lucía que lo mejor de los últimos años era disfrutar con ella las cosas gratis de la vida, como las muestras de helado y la medicina para peces, me dijo riendo y con la mirada opaca que reconocía en ella.

¡No me grite!

¡No me grite!

¡No tiene que golpearme, no estoy inventando nada!

Por favor, deje de golpearme, mírela, mírela, solo queríamos curarnos, curarnos sin gastar tanto dinero, solo queríamos curarnos.

Ya, ya, deje de golpearme y termino, termino, mire mis manos, esta sangre es de los dos, de los dos.

A la quinta noche la fiebre de Lucía la hacía delirar. Estoy llena de peces muertos que quieren volar. Recuerdo esa frase y ahora mírela, tenía razón.

“Cómo amaba los claveles Lucía”.

Me pidió que con una cuchara le quitara todo el líquido que comenzaba a juntarse en su vagina, me pidió que raspara, que metiera toda mi mano. ¡Empuja, empuja malnacido, empuja!

Y empujé, empujé tan fuerte que olvidé que no tenía cuchara sino un cuchillo, un enorme y afilado chuchillo que ahí la tiene, abierta a la mitad como un clavel de carne. Cómo amaba los claveles Lucía, los recogíamos en la tarde en el basurero de la central, eran gratis. Ahora qué me dice ¿soy muy tonto o muy feliz?

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Somos un colectivo literario ubicado en Oaxaca, México y dedicado a la creación y difusión de nuestra obra cuentística. Contacto: colectivocuenteros@gmail.com

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