A salvo en casa

Colectivo Cuenteros
8 min readAug 16, 2021

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de Carolina Peña

Por áhi vienen los robachicos. Tenga usté mucho cuidado Gabita; óigame bien: de la casa, nunca se sale sola.”

¿Dónde había quedado Margot? Con esta inquietud, Gaby se levantó del suelo dejando el rompecabezas a medias. El piso le parecía tan limpio que las plantas descalzas de sus pies de niña pedían patinar como sobre un espejo deliciosamente frío; de repente, el frescor del aire acondicionado le pegó en los cachetes. No recordaba que en casa le hubiera pasado. Al contrario, frente a la televisión, al lado de sus tres hermanos, siempre hacía calor. Mucho calor.

Anita y Blanca, sus anfitrionas y compañeras de juego en esa tarde, habían ido a la cocina por gelatinas, pero de eso hacía rato. Echó de menos a sus hermanos. No estaba acostumbrada a ser visita. De repente, le entraron las ganas de abrazar a su nana Fefa. Fue entonces cuando se le ocurrió ir en busca de Margot. Se tranquilizó al verla recargada detrás de la puerta de la entrada, con sus mechones güeros y sus ojos azules bien abiertos. Por mucho había sido el mejor regalo de navidad recibido en sus cuatro años y medio de vida. Era casi tan alta como ella. Para cargarla, la abrazó. ¡Margot pesaba tanto! Se fijó que la muñeca llevara puestos sus zapatitos rojos de plástico. Salió de casa de sus amigas sin ningún apuro. Sus propias sandalias azul cielo se habían quedado cerca del rompecabezas. Pasó bajo las ventanas de la cocina sin que la mamá de sus amigas la viera. A lo lejos se escuchaba el tintineo de las campanas del carrito de paletas Dumbo. Apenas afuera, sintió el golpe del calorón; así empezó el viaje de regreso a casa.

Al llegar a la banqueta, vio rebotar contra el asfalto el resplandor del sol. El brillo de la calle hizo que le ardieran los ojos: la incandescencia le llegó a los pies. Con Margot a cuestas, corrió a refugiarse en la primera sombra que encontró. Para no quemarse, daba pequeños brincos de manera que los pies tocaran el asfalto lo menos posible. En las tardes, cuando la nana salía a regar el césped del frente de la casa, sus pies ya habían tocado ese calor, pero no se sentía igual porque jugando bajo la atenta mirada de Fefa, todo era risas. Como planetas, ella y sus hermanos orbitaban girando en la redondez de las amplias faldas de la nana. Esta vez, la presencia de Fefa estaba sólo en su cabeza. Quiso ponerse los zapatos de plástico rojo de Margot. Algo no funcionaba. Aunque de tamaño eran correctos, se dio cuenta de que los pies de las muñecas eran distintos. Recordó que su papá a veces le decía “muñeca”.

Divisó un camellón; esas hileras de palmeras las había visto desde el coche cuando salía con su mamá. Aunque angosto, a Gaby le pareció el mejor jardín de juegos que alguna vez había pisado. Se fijó que ese pedacito de paraíso partía en dos una transitada avenida.

Dejó a Margot un rato recargada en una palmera cuando vio una hilera de hormigas rodeando unos dátiles caídos en el pasto. En cuclillas, arrebató a las hormigas algunos de esos frutos casi secos. Saboreó el poquito dulzor que quedaba entre la correosa cáscara y el hueso. Fue en ese momento cuando le salpicaron las gotas de un chorro de agua. Vio a un adulto. Un señor con manguera en mano, regaba el pasto cerca.

“Ojo Gabita, esos malosos traen un costal donde echan a los niños que se encuentran por la calle.

El rocío le recordó a Gaby los chapuzones cuando su nana la enjabonaba en la tina del baño de sus papás; porque, como decía su nana: usté es niña, y las niñas no se bañan con sus hermanitos. Se puso atenta a ver si el señor traía un costal enorme, como el de Santo Clos, y como no lo encontró por ningún lado le pidió, eso sí “por favor”, un poco de agua para beber. El jardinero, moviendo la cabeza para mirar a los lados, le preguntó si estaba sola.

—Con Margot —contestó—, que está por allá, en la sombra.

Dicho esto, Gaby acercó la manguera a la boca para saciar su sed; miró las manos del jardinero. Eran diferentes a las de su papá. Siempre había oído decir que su papá tenía manos de pianista, pero no tocaba el piano. Su papá las usaba para jugar con ella, a veces le hacía cosquillas. También de otra manera, en el mismo baño donde la nana la bañaba tan gozosamente. Juegos secretos, así había dicho su papá. Después de beber, se lavó las manos con la misma agua de la manguera. Su nana estaría orgullosa de ella por ser tan limpia.

Gaby vio cómo el jardinero enrollaba la manguera, y cargándola se alejó hasta que ya no lo miró más.

Le dieron ganas de hacer pipí. Echó un vistazo a su alrededor. Sacudiendo las pequeñas hormiguitas, chupó el hueso para disfrutar de la escasa dulzura de otro dátil. Los dátiles que le daba su papá cuando sus dedos la recorrían en los juegos secretos, eran dátiles de verdad. Grandes y jugosos. Pasaban muchos coches. Descubrió que era divertido jugar a esconderse entre palmera y palmera para que los autos que pasaban no la vieran. Vio el tronco ancho de un árbol al otro lado de la calle y se le ocurrió que sería un buen lugar para hacer pipí.

—Nana Fefa, me hice pipí —despertó llorando Gaby una mañana, con su inseparable Margot durmiendo en la misma cama. Cuando la nana tocó la humedad del pijama, la consoló diciendo: no Gabita, no fue usté. Es la tonta de Margot que se hizo pipí. ¡Tonta Margot! Dijo Fefa fingiendo regañar a la muñeca.

Cargando a la muñeca, cruzó el río de coches con el mayor cuidado posible. Para su sorpresa, descubrió que el angosto camellón era en realidad una secuencia de largos y también angostos jardines, uno tras otro. Cuando llegó a la primera sombra, la niña se quitó los calzones de solecitos y en cuclillas hizo pipí. Desenfadada los abandonó allí. No le importó que el orín mojara el vestido de cuadros azul cielo.

“Pale pale paleeeeetas”. Otra vez el paletero , pensó. Aunque no lo vio, la voz y las campanas se escuchaban cercanas. Imaginó que, si estuviera frente al paletero, podría subirse como de costumbre a la llanta del carrito blanco con rojo para, una vez retirada la tapa de metal, asomarse a mirar las hileras de sus favoritas: las de limón. Pero no estaba Fefa con las monedas de veinte centavos para comprar esas delicias. Extrañó a su nana.

Siguió jugando, escondiéndose y corriendo entre las palmeras del camellón. En el pasto, sus pies descalzos encontraron otro reto: los “toritos”, espinosas esferitas que se entierran sin piedad.

—Gabita, no entre. Deje dormir a su mami —dijo la nana Fefa.

—¿Y dónde está mi papá? Hace mucho que no lo veo.

—Está trabajando. Por eso no viene. Vaya con sus hermanos a ver la tele. Y no hagan ruido.

Esa misma mañana, mirando a “Los Supersonicos”, escuchó a su mamá ordenar a Fefa que, para que pasara la tarde jugando con otras niñas, la llevara a jugar a casa de Anita y Blanca.

— Esa niña pasa mucho tiempo con sus hermanos. Está bien que juegue a las muñecas con amiguitas —había dicho la mamá a Fefa.

La casa de las niñas estaba en la misma colonia, pero algo retirado. Como el sol pegaba fuerte, le pidió a la nana que tomara un taxi para llevarla, y que se regresara a pie. De paso, Fefa podía pasar a la panadería a comprar conchas y leche para la merienda. Había acordado con la mamá de las amiguitas que antes del anochecer, regresaría Gaby a casa.

Gaby notó que una nube de mosquitos la seguía. Se fijó que había una perra flaca que también estaba envuelta en mosquitos. El animalito la siguió, los insectos continuaron con ellas. Los moscos eran un problema. El zumbido se parecía al sonido de las tías, del cura y de los doctores hablando quedito cuando entraban a ver a su mamá. Mientras la dejaran ver la tele en paz, a Gaby poco le importaba lo que pasaba adentro de la habitación de sus papás; aunque había notado últimamente que más bien era la habitación sólo de su mamá.

Escapar de la vista de los coches fue un buen divertimento. Tanto que las molestias causadas por hormigas, mosquitos y espinosos toritos eran cosa de nada. Gaby notó que cuando la gente se le cruzaba caminando, le sonreía. La niña se comportaba como si su guardiana estuviera cerca, reposando sobre el pasto. La tarde oscureció.

En eso, Gaby vio una pareja de novios tendida sobre el pasto. Mirándolos tocarse y besarse, se acordó con asco de los dátiles carnosos que su papá tenía siempre al lado de la cama.

—Oyes ¿dónde queda la calle Gardenias 104 por favor?

Los jóvenes la miraron con su tiesa Margot al lado. Gaby estaba orgullosa de haber aprendido de la nana la dirección de su casa. Con pocas explicaciones le dieron indicaciones de por dónde ir. Gaby entendió que estaba cerca de casa.

El calor había amainado, los mosquitos no. Siguió hasta que fue reconociendo las casas que estaban cerca de su hogar. Cuando miró y escuchó al paletero jalando su carrito frente a la casa, supo que Margot, ella — y la perra — habían llegado.

Cruzó el jardín de enfrente tantas veces regado por la nana. Hasta que tocó la puerta de la entrada entendió lo cansada que estaba. Por las ventanas se escuchaba el programa de “Los Picapiedra”; imaginó a sus hermanos mirándolo y sintió aún más ganas de entrar. Sus pies estaban lastimados, cubiertos de tierra y mugre; sus piernas y brazos picoteados. Margot pesaba más que nunca. La perrita seguía con ella.

—Abran. —Volaron los hermanos tirando al suelo las conchas de la merienda frente a la tele. Los tres corrieron antes que la nana a recibirla; en cuanto entró, Gaby sintió como si el calor de la tele le quemara el pecho.

—Gabita, nos tenía locos buscándola. ¿Dónde estaba mi nena preciosa? —preguntó Fefa mientras la abrazaba.

—Mire usté qué barbaridad, su ropa… ¿Y sus calzoncitos? —preguntó la nana. A Gaby se le salieron las lágrimas.

—¿Y mi mamá?

—Su mami se puso nerviosa, así que tomó unas pastillas para dormir. No le haga ruido.

Gaby lloró esta vez con un tono grave.

—Voy a llamar a casa de sus amiguitas para avisar que llegó bien. Si ya la mamá se acababa del ansia. Vino muchas veces a ver si la veía en el camino, y hasta trajo sus huaraches azul cielo. ¡Qué susto Gabita! ¿Pos on’taba? Figúrese que la mamá de las niñas le avisó a su papá de usté. — Fefa dijo esto en el justo momento en el que el papá cruzaba el zaguán de la entrada.

Al verlo, Gaby se pescó del cuello de la nana. Resoplaba mientras lloraba quedito. Su papá se acercó para tocarle el cabello mientras le dijo “muñeca mía”. Con sus manos de pianista le rozó las mejillas, luego el cuello. Con los pulmones apretados, la niña aulló con tal potencia que sus hermanos detuvieron su camino de regreso al televisor. La perrita se le quedó mirando.

—¡Quiero a mi mamá! —Con la mirada inundada por un pequeño lago le dijo a su padre: ¡no me gustan tus manos!

El papá vio — sin ver — la estancia del televisor. Parecía como si los pulmones del hombre se hubieran vaciado; no salió palabra de él. Por un instante, Gaby sintió que nada se movía. El señor salió con pasos gigantes. Al verlo alejarse, Gaby dejó los brazos de su nana para entrar a la habitación maternal; con repulsión notó que había una polvosa caja de dátiles sobre el buró. Evitando mirarla, se recostó al lado de su madre que dormía con languidez. Acomodó uno de los largos brazos lacios de su mamá sobre su pequeño torso.

—Hijita, que bueno que estás a salvo en casa — dijo la mamá entre bostezos, para luego seguir durmiendo.

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